miércoles, 13 de mayo de 2009

Todopoderoso DF (la representación de México DF en Los detectives salvajes)

1.          Empecemos por lo más evidente: no tiene mucho sentido escribir sobre la representación artística de México DF en Los detectives salvajes.[1] ¿Por qué? Por el mismo motivo por el que no tiene mucho sentido hablar de Eduardo Mendoza o Juan Marsé sólo porque Barcelona sea un lugar de referencia en sus novelas. Admitido esto, admitamos también que México actúa en la novela-río de Roberto Bolaño como el centro del mundo, como origen y puerto e incluso lugar de tránsito de todas las historias.[2] Por lo tanto, no está de más desbrozar en fragmentos algunas de las claves del DF en la novela, sin afán de unidad ni conjunto, ya que dudo que fuera esa la voluntad del autor argentino al fijar esta monumental ciudad en el centro del aparato narrativo.

2.             No hace falta haber estado en el DF para saber que es una ciudad salvaje. Esta es la imagen que muestra últimamente la prensa con motivo de la violencia del narcotráfico y que ha contribuido a crear un extenso imaginario cinematográfico, en el que destacan Sed de mal y Los olvidados o, en la última década, Amores perros e Y tu mamá también. Bolaño, que conoció de cerca esta ciudad excesiva (“el DF es una aldea de catorce millones de personas, ya se sabe”)[3], la representa con una novela excesiva e inapresable en sí misma (609 páginas). Todo ello crea en la mente del lector una idea del DF mitificadora y desorbitada, pero lo cierto es que la realidad misma de la ciudad lo es. El lector español se siente empequeñecido ante tamaño panorama: dice Javier Cercas que a los españoles

 

nuestro incurable provincianismo gachupín de nuevo rico recién instalado en las delicias del primer mundo nos induce a pensar en México con cierto sentimiento de superioridad, cuando basta pasear durante unas horas por las calles infinitas de su capital para comprender que éste es un país más enérgico, más vital, más creativo y en muchos aspectos más culto y avanzado que el nuestro.[4]

 

     Estas palabras de Cercas (que, por cierto, conoció a Bolaño y lo incluyó en una de sus novelas), entre airadas y provocadoras, permiten pensar acerca de Los detectives salvajes como un manifiesto en pro de lo marginal, la heterodoxia, el inconformismo y la individualidad radical (precisamente lo que distinguió a Bolaño hasta que el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos le dieron una fama no buscada). Estas cualidades vitalistas cobran vida en la novela gracias al organismo vivo que es el DF. Bolaño sitúa su novela en la capital mexicana de los años 70, un lugar fronterizo, una ciudad revolucionaria y vanguardista como lo fuera antes París. Por entonces

 

la ciudad pasaba por sus últimos años dorados, en breve la tasajearían los ‘Ejes viales’, gordas avenidas en solo sentido que trozan los barrios antiguos […], vías muy ad-hoc para los cotidianos embotellamientos de tráfico.[5]

 

La sociedad literaria se dividía en dos bandos: “uno admiraba al poeta popular, Efraín Huerta […], y el segundo a los de la revista Plural que dirigía Octavio Paz”.[6] En esta época, Bolaño participó en la fundación del infrarrealismo, hecho cuyo correlato en la novela es el liderazgo de Belano (álter ego del autor) en el grupo realvisceralista. Por tanto, la periferia sudamericana se convierte en el centro indiscutible de la historia (en torno al cual orbitan los centros tradicionales que representan París, Londres, Barcelona o Berlín, es decir, Europa). Así pues, el DF simboliza a un colectivo que busca rabiosamente la modernidad:

 

[…] todos los mexicanos somos más realvisceralistas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y adónde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad Cesárea, le dije, a la pinche modernidad.[7]

 

3.             México DF ejerce de potente imán, de Ítaca a cuyo seno vuelven todos los senderos que explora Los detectives salvajes. Porque México es en todo momento fiel comparsa de lo que sucede, va tejiendo un entramado cada vez más denso del que ni los personajes ni el lector pueden huir. Bolaño da presencia a la gran ciudad a través de una extensa labor onomástica –algunas veces inventando nombres y otras no– que, a fuerza de repetirse, traza un amplio mapa emocional y referencial: el café Quito en la calle Bucareli, la casa de los Font en la calle Colima, colonia Condesa, Tlalpan, la Clínica de Salud Mental El Reposo, la Alameda, el Palacio de la Inquisición… La presencia del DF crece en la novela hasta ser bigger than life, un círculo fatal en el que se decide el destino de un grupo de amigos. Atrás quedan Cien años de soledad y el realismo mágico como estrategia de representación de lo “real maravilloso” en el continente latinoamericano. La literatura (postboom) de Bolaño se nutre de la realidad mexicana, una realidad que se basta en su intensidad desbordante –y fascinante, especialmente desde una mirada europea. El autor se las ingenia para dar cabida en la novela a una variedad de historias, géneros y registros por los que transpira en infinidad de poros el alma enérgica, visceral y variopinta del DF: la sexualidad a flor de piel, las prostitutas, los delincuentes, el alcohol, el tráfico de drogas, los exiliados españoles, los cines, las librerías, las fiestas de artistas, los bares de mala muerte, los sanatorios; México es en sí misma una ciudad de proporciones míticas, un territorio caótico, babélico, sumido en un paroxismo infatigable.

4.             El DF y el laberinto de sus calles llevan inscrito el destino –o la ausencia del mismo, no en balde la primera parte se titula “Mexicanos perdidos en México”– de Belano, Lima y compañía. Da la impresión que el signo de la incerteza acompaña a la ciudad:

 

la sensación de extrañeza, que no me abandonaba desde que pisé el aeropuerto del DF, comenzó a diluirse imperceptiblemente a medida que el camión se internaba por las carreteras de Oaxaca y yo me abandonaba a la certeza de que estaba otra vez en México y de que las cosas podían cambiar, aunque en el fondo no sabía si los cambios, de realizarse, serían para mejor o peor, como casi siempre pasa con los cambios, como casi siempre ocurre en México.[8]

Así como la Maga y Oliveira vagan aleatoriamente por París el uno en busca del otro, algunos personajes de Los detectives salvajes están continuamente “perdiendo” el tiempo, esperando en cafés algún encuentro, merodeando de librería en librería, caminando sin una hoja de ruta predeterminada.[9] Son, pues, flâneurs en permanente búsqueda (“Cuando colgué me puse a buscar a Ulises Lima en el DF. Supe que debía encontrarlo […] Pero buscar a alguien en el DF es una empresa difícil”) que tienen el presente de su juventud como única meta. Contemplan la vida como un tablero de ajedrez en el que la partida recién comienza. Un comienzo que alberga el devenir de infinitas jugadas que conducirán a la victoria, o quizás a la derrota:

 

sin que me diera cuenta creo que me puse a llorar. Caminé al azar por las calles del DF y cuando quise orientarme me hallaba en medio de unas calles desangeladas de la colonia Anáhuac […]. Me metí en una cafetería de la calle Texcoco y pedí un café con leche. Me lo siriveron tibio. No sé cuánto tiempo estuve allí.[10]

5.             México DF, esa fuerza endemoniada y brutal que no obedece a ley alguna que no sea la suya propia, la del suplantador de Dios que –al igual que la novela– es la ciudad moderna, una autopista hacia el vacío y el abismo, cuyo rumbo no está en nuestras manos decidir:

 

–¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey?

–No.

                                                                                                                Malcolm Lowry[11]



[1] Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Anagrama, Barcelona, 1998.

[2] Bolaño (1953-2003) vivió en México entre 1968 y 1977, de los quince a los veinticuatro años. Para él, ésta fue siempre la ciudad de la juventud, de los sueños, de las posibilidades, de la vida, tal como sucede, ya se verá, en la novela que aquí se comenta.

[3] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 159.

[4] Javier Cercas, La verdad de Agamenón, Tusquets, Barcelona, 2006, pág. 29.

[5] “El agitador y las fiestas”, Carmen Boullosa, en Gustavo Faverón y Edmundo Paz Soldán (ed.), Bolaño salvaje, Candaya, Barcelona, 2008, pág. 417.

[6] Carmen Boullosa, op. cit., pág. 418.

[7] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 460.

[8] Roberto Bolaño, op. cit., págs. 450-451.

[9] No es una coincidencia esta relación. Se ha dicho de Los detectives salvajes que ha causado en la literatura latinoamericana el mismo impacto que en su día tuvo Rayuela, de Julio Cortázar: “sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela”. Jorge Volpi, “Bolaño, epidemia”, en Gustavo Faverón y Edmundo Paz Soldán (ed.), op. cit., pág. 200.

[10] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 110.

[11] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 9.

4 comentarios:

  1. Esta concepción de México como la Megalópolis está también muy presente en Mantra de Rodrigo Fresán. Mantra es casi un catálogo de la vida en el D. F. Está plagada de referencias populares (luchadores, cine meXicano, telenovelas, cómics), a partir de los cuales el narrador pretende ofrecernos un cachito de México.
    De hecho, no hay que olvidar que Mantra es una novela-encargo de la editorial Mondadori, que pidió a Fresán que situara el D.F. a las puertas del siglo XXI. Toma Ciudad de México, elévala a la potencia mutante de Fresán y tendrás una novela insólita.
    Me parece bastante interesante que también Mantra, como los Detectives, esté narrada en estilo fragmentario. Creo que es una idea que engarza con el auge indiscutible del cuento y el artículo en latinoamérica y la decadencia de la novela tradicional (y porque no, también de las series de televisión). El tránsito entre un universo complejo, explicable a partir de una sólida unidad, hacia un conglomerado de espacios y puntos de vista es propio de la posmodernidad. Quién sabe si volveremos a encontrar grandes obras unitarias...

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  2. (Me arrepiento de haber puesto un cachito de México, creo que la intención de Fresán es construir una entidad monstruosa que reproduzca la vida de Ciudad de Méxica)

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  3. Me interesa mucho más como gran obra unitaria Los detectives que, por ejemplo, La Comedia Humana. Me gusta y me interesa más un magma a lo Bolaño que una sólida unidad a lo Balzac. Porque, para empezar, ésta pretendida unidad sólo lo es en parte. Es decir, la novela decimonónica perfecta no existe, son todas –exagerando mucho– un fracaso previo en cuanto se proponen ser un espejo del mundo. La novela realista por excelencia sería como el Aleph, y eso es inenarrable; tendría que ser infinita y, por ende, sería humanamente ilegible...
    Los detectives, en cambio, es una novela que asume de antemano su fracaso, y en ello radica su "éxito". No olvidemos que esta novela tiene una rama muy detectivesca, siguiendo el rastro de Lima y Belano a través de testimonios que acaban de emborronar y desvirtuar la historia de ambos. También Césarea Tinajero es un pretexto, no importa de veras que nadie la encuentre. Así, asumiendo su naturaleza mutiladad, escamoteando cualquier verdad objetiva, la novela acaba con una ventana discontinúa como punto de fuga, sugiriendo su propia imperfección.
    Personalmente, creo que las grandes novelas unitarias seguirán llegando, pero en formas mucho más laxas, en forma de best seller digerible. Pero también llegarán más obras mutiladas o, como dices tú mutantes.

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  4. No creo que podamos hablar de un género superior a otro. Las obras decimonónicas tienen la virtud de construir relatos preciosistas, en los que el propio narrador es el que indaga en la psicología de los personajes. El estilo fragmentario, en cambio, es como un mueble de IKEA que tu tienes que reconstruir. Parte de la gracia es que si tu has comprado una mesa te puede acabar saliendo un taburete. Rayuela, una de las primeras obras que explota esta forma, es un libro "que a su manera es muchos libros, pero sobre todo es dos libros". La reconstrucción invita al lector a involucrarse en la narración, se siente como un personaje más (en especial si se trata de novelas detectivescas). En cambio, en las novelas realistas todo estaba formado de antemano. Al lector podía interesarle más o menos una parte, dando lugar lecturas autónomas, pero el trasfondo era fijo.
    Sin duda, la novela de Bolaño está plagada de pretextos, como tu dices. En realidad, nuestra tarea de detectives consiste en rastrear a los personajes, no a quienes ellos persiguen. Si en las anteriores novelas de detectives sus protagonistas eran medios para resolver enigmas (pretextos), ahora el enigma reside en ellos mismos: se convierten en el fin de la narración. Las historias que los personajes periféricos cuentan en las entrevistas - al margen de ser magníficas - nos interesan por lo que nos cuentan de Ulises y Arturo. Bolaño invierte el iceberg literario y convierte el grueso en lo mostrado, mientras esconde los datos simbólicos debajo del agua. Creo que esto es lo que se entiende por novela-río, ¿no?

    (Sé que estoy generalizando muchísimo)

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