viernes, 15 de mayo de 2009

Peregrino impío

(Aviso: este cuento no hay por dónde cogerlo. Su lectura puede ser perjudicial para la salud. Aún no sé cómo lo escribí hace tres años)

Antes de decidirse da dos vueltas alrededor del edificio. Se ata y desata los cordones tres veces. Compra tres periódicos en vez del uno habitual, prueba cinco bares diferentes y, con gran dificultad, reúne coraje y pide una mesa en uno de ellos. Aun más coraje necesita para abrir el menú rojo de letras doradas; le es casi imposible escoger entre las alternativas que ofrece el menú: foie gras, délice d’éte, risotto y otros manjares en cursiva (menos mal que el nombre del plato va acompañado de una foto a la derecha). Si el reloj del edificio marcha correctamente, el hombre lleva media hora contemplando sin resultado el menú. Ha entrado a las tres y cuarto y se avecinan las cuatro. El garçon se le ha acercado tres veces para preguntarle qué desea tomar. A la tercera, el hombre, sin levantar la vista, musita la palabra café. El pedido llega al cabo de cinco minutos. Pero para entonces el hombre ya se ha levantado de la silla, ha ido al lavabo y ha salido del restaurante sin pagar la cuenta. Hasta se ha dejado La Razón y La Vanguardia encima de la mesa. Sin darse cuenta de nada, cruza la calle en rojo, se planta en el centro de la plaza y levanta la vista al edificio que la domina. En lo alto del edificio se distingue un campanario de madera, con campanas de bronce y una cruz de piedra maciza. El hombre da un soplido, echa un vistazo a su alrededor y encamina sus pasos hacia la entrada majestuosa de la iglesia. Una vez dentro, arrastra sus pies por el mármol liso y observa desinteresado a un grupo de turistas que escuchan atentamente a un guía. Lanza a una papelera el periódico que le queda y busca algo en el ala derecha de la catedral. Lo encuentra. Es un confesionario de madera barnizada y brillante. Está dividido en dos compartimentos. Se sienta en uno de ellos y aguarda el sonido de una voz desconocida. Ésta tarda nada menos que veinte minutos en aparecer. Perdón, tenía un problema con la cadena del váter, suena la voz del cura. Cuando quiera, por favor. El hombre se arrellana en la superficie de madera. He venido para decirle que  le diga a él que lo siento, sólo eso, que lo siento bastante. ¿Lo siento?¿bastante? ¿A quién quiere que se lo diga?, tarda en responder el cura. ¿A quién va a ser? A él, claro, responde el hombre. Ahh…claro, a él…¿Dígame, qué tiene que confesarle a Nuestro Señor?, inquiere, más cómodo con el rumbo de la conversación, el cura. Para cuando el cura formula la pregunta protocolaria el hombre ya se aleja del confesionario y se dirige a la puerta de salida. Vigilando que nadie lo vea, coge la caja de contribuciones para la caridad, la oculta dentro de la gabardina y sale a la plaza. Tras caminar diez minutos llega a una librería y roba las memorias de Neruda, Confieso que he vivido, un ejemplar de On the road, una guía lúdica de Las Vegas y, ya en la calle, compra los tres últimos ejemplares de la revista Playboy. En el restaurante más cercano engulle cuatro solomillos de buey, siete raciones de pasta, una de bogavante y traga un litro de vino del noventa y ocho y nueve cervezas Guiness. No pide café. Cuando sale está anocheciendo. Vacía su cuenta bancaria en un cajero automático y con los bolsillos repletos de billetes de mil euros coge un taxi al aeropuerto. En la pantalla de televisión de la terminal ve las imágenes de una gran catedral que se derrumba y una gran afluencia de coches de policía y camiones de bomberos. Por último, ve a un cura viejo y barbudo, calvo, con las ropas y la cara polvorientas y, en el borde inferior izquierdo, el hombre se reconoce a sí mismo en una foto en blanco y negro que se hizo años atrás cuando fue de peregrinación a la Meca.

2 comentarios:

  1. por favor, Lucas, deja los comprimidos de anisotopía semántica. Te están cambiando

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  2. es cierto, debería dejarlos, desde que los ingerí ya no soy el mismo narrador...

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