viernes, 29 de mayo de 2009

La caída - Albert Camus (traducción mía de las primeras páginas)

¿Señor, puedo proponerle mis servicios sin riesgo de ser importuno? Sospecho que no sabe cómo hacerse entender al estimable gorila que preside el destino de este establecimiento. Él no habla, en efecto, más que el holandés. A menos que usted me autorice a defender su causa, él no adivinará que desea una ginebra. Ya está, espero que me haya comprendido; esta inclinación de la cabeza debe de significar que se rinde a mis argumentos. Ya va, en efecto, se apresura, con sabia lentitud. Tiene usted suerte, no ha gruñido. Cuando se niega a servir, le basta un gruñido: nadie le insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los grandes animales. Pero ya me retiro, señor, contento de haberle servido. Se lo agradezco y aceptaría si estuviera seguro de no estorbarle. Es usted demasiado bueno. Instalaré pues mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de los bosques primitivos, cargado hasta la garganta. Me sorprendo a veces de la obstinación que emplea nuestro taciturno amigo en censurar las lenguas civilizadas. Su trabajo consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en un bar de Amsterdam al que ha llamado, no se sabe por qué, Mexico-City. ¿Con tales deberes, no cree usted que podría pensarse que su ignorancia resulta incómoda? ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon como pensionista en la torre de Babel!  Sufriría de extrañamiento, por lo menos. Pero no, este no siente su exilio, va a su aire, nada le afecta. Una de las raras frases que he escuchado de su boca proclamaba que o se tomaba o se dejaba. ¿Qué había que tomar o dejar? Sin duda, a nuestro amigo mismo. Le confieso que me siento atraído por estas criaturas enseguida. Cuando se ha meditado mucho sobre el hombre, por oficio o por vocación,  sucede que se siente nostalgia por los primates. Ellos no tienen dobles intenciones.

A decir verdad, nuestro anfitrión tiene algunas, por bien que las nutra oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adquirido un carácter desafiante. De ahí este aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, al menos, de que algo no funciona bien entre los hombres. Esta disposición hace más difíciles las discusiones que no conciernen a su trabajo. Observe, por ejemplo, encima de su cabeza, en la pared del fondo, el rectángulo vacío que marca el lugar de un cuadro descolgado. Ahí había, en efecto, un cuadro, particularmente interesante, una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estaba presente cuando el señor de la casa lo recibió y cuando lo dio. En ambos casos, lo hizo con la misma desconfianza, tras semanas rumiándolo. Sobre este punto, la sociedad ha echado a perder, hay que reconocerlo, la franca simplicidad de su naturaleza.

Sepa bien que no lo juzgo en absoluto. Valoro su desconfianza fundada y la compartiría gustoso si no me lo impidiera, como usted verá, mi naturaleza comunicativa. ¡Desgracia, soy un charlatán! Me apego fácilmente. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasiones me son propicias. Cuando vivía en Francia, no podía encontrar a un hombre de espíritu sin que entrara en sociedad con él. ¡Ah! Veo que se le atraganta este imperfecto del subjuntivo. Confieso mi debilidad por este modo, y por el buen lenguaje en general. Debilidad que me reprocho, créame. Sé bien que el gusto por la lencería fina no supone forzosamente que no se tengan los pies sucios. Lo uno no quita lo otro. El estilo, como la popelina, disimula a menudo el eczema. Me consuelo diciéndome que, a fin de cuentas, los que farfullan no son puros tampoco. Pero tomemos más ginebra.

¿Pasará mucho tiempo en Amsterdam?¿Bella ciudad, no cree?¿Fascinante? He aquí un adjetivo que hace tiempo que no comprendo. Desde que me marché de París, justamente, ya hace años de eso. Pero el corazón tiene su memoria y yo no he olvidado nada de nuestra bella capital, ni de sus avenidas. París es un verdadero trampantojo, un soberbio decorado habitado por cuatro millones de siluetas. ¿Cerca de cinco millones, en el último censo? Vamos, habrán hecho pequeñajos. No me sorprendería nada. Siempre me ha parecido que nuestros conciudadanos tienen dos furores: las ideas y la fornicación. A diestra y siniestra, por así decirlo. Guardémonos, ante todo, de condenarlos; ellos no son los únicos, toda Europa está así. A veces me imagino qué dirán de nosotros los historiadores futuros. Una frase les bastará para el hombre moderno: fornicaba y leía periódicos. Después de esta contundente definición el sujeto estará, me atrevo a decir, agotado.

¡Los holandeses, oh no, ellos son mucho menos modernos! Ellos tienen tiempo, mírelos. ¿Qué hacen? Pues bien, esos señores viven del trabajo de estas señoras. Son, ante todo, machos y féminas, criaturas considerablemente burguesas, venidas aquí, como de habitud, por mitomanía o estupidez. Por exceso o falta de imaginación, en suma. Cada cierto tiempo, estos señores juegan al cuchillo o al revolver, pero no crea que duran mucho. El rol lo exige, eso es todo, y se mueren de miedo mientras sueltan sus últimos cartuchos. Dicho esto, los encuentro más morales que los otros, los que matan a su familia, à l’usure. ¿No ha caído usted en que nuestra sociedad esta organizada para este género de liquidación? Habrá oído hablar, naturalmente, de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan en miles al bañista imprudente, lo limpian, en un instante, a pequeños bocados rápidos, y no le dejan más que un esqueleto inmaculado. Pues bien, es esta, su organización. “¿Quiere usted una vida propia?¿Como todo el mundo?” Usted dice que sí, naturalmente. ¿Cómo negarse? “De acuerdo. Lo vamos a limpiar. He aquí un trabajo, una familia, distracciones organizadas.” Y los pequeños dientes atacan la carne, hasta los huesos. Pero soy injusto. No es su organización la que hace falta describir. Se trata de la nuestra, al fin y al cabo: quién limpiará a quién.

Al fin nos traen nuestra ginebra. A su salud. Sí, el gorila ha abierto la boca para llamarme doctor. En este país, todo el mundo es doctor, o profesor. Les gusta el respeto, por bondad, y por modestia. Para ellos, al menos, la malicia no es una institución nacional. A fin de cuentas, yo no soy médico. Si le interesa saberlo, antes de venir aquí era abogado. Ahora, soy juez penitenciario.

Pero permita que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servirle. Encantado de conocerle. Está usted sin duda metido en los negocios. ¿Más o menos?¡Excelente respuesta! Juiciosa también; estamos más o menos metidos en todas las cosas. Veamos, permítame jugar al detective. Usted tiene más o menos mi edad, el ojo informado de los cuadragenarios que lo han visto más o menos todo, va usted más o menos bien vestido, es decir, como se visten en nuestra tierra, y tiene las manos lisas. ¡Por tanto, un burgués, más o menos!¡Pero un burgués refinado! Vacilar sobre los imperfectos del subjuntivo, en efecto, prueba doblemente su cultura puesto que los reconoce primero y le irritan después. En fin, le divierto a usted, cosa que, sin vanidad, supone para usted cierta apertura de espíritu. Es usted más o menos… ¿Pero qué importa? Las profesiones me interesan menos que las sectas. Permítame que le haga dos preguntas y no responda si  las juzga indiscretas. ¿Posee usted riquezas?¿Algunas? Bien. ¿Las ha compartido con los pobres? No. Es usted pues lo que yo llamo un saduceo. Si no ha frecuentado las Escrituras, reconozco que no le sonará todo esto. ¿Le suena?¿Conoce entonces las Escrituras? Decididamente, usted me interesa.

En cuanto a mí… Bien, juzgue usted mismo. Por la talla, por la espalda, y por este rostro del que me han dicho a menudo que es feroz, tendría más bien pinta de jugador de rugby, ¿no cree? Pero si se juzga por la conversación, hay que consentir cierto refinamiento. El camello/mal bicho que ha provisto a la pulga de mi abrigo padecía sin duda la sarna; en cambio, tengo las uñas hechas. Yo también estoy informado, y sin embargo, me confío a usted, sin precauciones, por su cara bonita. En fin, a pesar de mis buenas maneras y mi buen lenguaje, soy un habitual de los bares de marineros del Zeedijk. Venga, no busque más. Mi oficio es doble, ya está, como la criatura. Ya se lo he dicho, soy juez penitenciario. Una sola cosa es simple en mi caso, no poseo nada. Sí, he sido rico, no, no he compartido con los otros. ¿Qué prueba eso? Que yo también era un saduceo… ¡Oh!¿Oye usted las sirenas del puerto? Esta noche habrá niebla en el Zuyderzee.

¿Se marcha ya? Perdóneme por haberle quizá retenido. Con su permiso, usted no pagará. Usted está en mi casa en Mexico-City, me ha hecho feliz por acogerle. Estaré aquí sin duda mañana, como las demás noches, y aceptaré con reconocimiento su invitación. Su camino… Y bien... ¿Pero vería usted un inconveniente, sería lo más simple, en que le acompañe hasta el puerto? Desde aquí, contorneando el barrio judío, se encontrará esas bellas avenidas dónde desfilan tranvías cargados de flores y de músicas atronadoras. Su hotel, el Damrak, está encima de una de ellas. Después de usted, se lo ruego. Yo vivo en el barrio judío, o así se llamaba hasta que nuestros hermanos hitlerianos se instalaron. ¡Qué lavado! Setenta y cinco mil judíos deportados o asesinados, es el lavado por vaciado. ¡Admiro esta aplicación, esta metódica paciencia! Cuando no se tiene carácter, buena falta hace darse un método. Aquí, ha ido de maravilla, sin contradicción, y habito sobre el escenario de uno de uno de los mayores crímenes de la historia. Quizá es esto lo que me ayuda a comprender al gorila y su desconfianza. Puedo luchar así contra esta tendencia natural que me lleva irresistiblemente a la simpatía. Cuando veo una cabeza nueva, alguien en mí hace sonar la alarma. “Ralentice. ¡Peligro!” Incluso cuando la simpatía es más fuerte, estoy en guardia.

¿Sabe usted que en mi pequeño pueblo, en el curso de unas represalias, un oficial alemán le rogó cortésmente  a una vieja mujer que hiciera el favor de elegir cuál de sus dos hijos sería fusilado como rehén?¿Elegir, se lo imagina?¿Este? No, ese. Y verlo marchar. No insistamos, pero créame, señor, todas las sorpresas son posibles. He conocido un corazón puro que rechazaba la desconfianza. Era pacifista, libertario, amaba con un solo amor a la humanidad entera y a las bestias. Un alma de elite, sí, eso es seguro. Pues bien, durante las últimas guerras de religión en Europa, se retiró a la campiña. Escribió en el suelo de su casa: “De dónde sea que venís, entrad y sed bienvenidos.” ¿Quién, según usted, respondió a esta bella invitación? Unos milicianos, que entraron como si fuera su casa y la destriparon.

¡Oh!¡Perdón, señora! Ella no ha entendido nada al principio. ¡Toda esa gente, eh, tan tarde, y a pesar de la lluvia, que no ha cesado en días! Afortunadamente, queda la ginebra, la única luz en estas tinieblas. ¿Siente usted la luz dorada, cobriza, que le mete dentro a uno? Me gusta caminar por la ciudad, por la noche, con el calor de la ginebra. Camino noches enteras, sueño, o hablo conmigo mismo interminablemente. Como esta noche, sí, y tengo miedo de aturdirle un poco, gracias, es usted cortés. Pero es demasiado; es abrir la boca y las palabras se deslizan. Además, este país me inspira. 

domingo, 17 de mayo de 2009

The man with a movie camera - Dziga Vertov (1929)


Impresionante película de Dziga Vertov: The man with a movie camera. Una reflexión febril sobre el cine y la mirada que éste proyecta, grabada cuando el séptimo arte aún era un medio revolucionario. Película dentro de otra película, sigue los pasos del mismo Vertov, que recorre y captura el ritmo de vida en una ciudad. En las imágenes se condensa su fascinación por los fenómenos característicos del siglo XX: el trabajo mecanizado, el movimiento vertiginoso, la velocidad del tren, la moto, el tranvía, las masas sociales, el ocio en la playa, el culto al deporte y al cuerpo, el espectáculo, el entretenimiento… La mirada de Vertov aún es una mirada virgen, en cierto modo infantil, asombrada ante el sinfín de posibilidades estéticas que permite el cine. Juega como un niño a desmontar secuencias, ralentizar y acelerar las imágenes, superponerlas, fragmentar la pantalla, crear transparencias, descubriendo y explorando el potencial de la imagen manipulada. Esta –aparente– ingenuidad de la mirada ya no existe hoy en día. Análogamente, tampoco existe la curiosidad radical que ésta genera. El lenguaje visual, salvo excepciones, se ha asentado en la convención y la rutina; se ha obliterado a sí mismo, ha perdido la autoconsciencia que aún se encargaba de recordarnos Godard. Habría que proceder como Vertov: mirarnos mirando, grabarnos mientras grabamos, seguir al hombre de la cámara en su exploración cotidiana sin olvidar que, en la sala de montaje, su mujer (la de Vertov) se encarga de recortar y pegar fotogramas creadores de ilusiones.

viernes, 15 de mayo de 2009

Peregrino impío

(Aviso: este cuento no hay por dónde cogerlo. Su lectura puede ser perjudicial para la salud. Aún no sé cómo lo escribí hace tres años)

Antes de decidirse da dos vueltas alrededor del edificio. Se ata y desata los cordones tres veces. Compra tres periódicos en vez del uno habitual, prueba cinco bares diferentes y, con gran dificultad, reúne coraje y pide una mesa en uno de ellos. Aun más coraje necesita para abrir el menú rojo de letras doradas; le es casi imposible escoger entre las alternativas que ofrece el menú: foie gras, délice d’éte, risotto y otros manjares en cursiva (menos mal que el nombre del plato va acompañado de una foto a la derecha). Si el reloj del edificio marcha correctamente, el hombre lleva media hora contemplando sin resultado el menú. Ha entrado a las tres y cuarto y se avecinan las cuatro. El garçon se le ha acercado tres veces para preguntarle qué desea tomar. A la tercera, el hombre, sin levantar la vista, musita la palabra café. El pedido llega al cabo de cinco minutos. Pero para entonces el hombre ya se ha levantado de la silla, ha ido al lavabo y ha salido del restaurante sin pagar la cuenta. Hasta se ha dejado La Razón y La Vanguardia encima de la mesa. Sin darse cuenta de nada, cruza la calle en rojo, se planta en el centro de la plaza y levanta la vista al edificio que la domina. En lo alto del edificio se distingue un campanario de madera, con campanas de bronce y una cruz de piedra maciza. El hombre da un soplido, echa un vistazo a su alrededor y encamina sus pasos hacia la entrada majestuosa de la iglesia. Una vez dentro, arrastra sus pies por el mármol liso y observa desinteresado a un grupo de turistas que escuchan atentamente a un guía. Lanza a una papelera el periódico que le queda y busca algo en el ala derecha de la catedral. Lo encuentra. Es un confesionario de madera barnizada y brillante. Está dividido en dos compartimentos. Se sienta en uno de ellos y aguarda el sonido de una voz desconocida. Ésta tarda nada menos que veinte minutos en aparecer. Perdón, tenía un problema con la cadena del váter, suena la voz del cura. Cuando quiera, por favor. El hombre se arrellana en la superficie de madera. He venido para decirle que  le diga a él que lo siento, sólo eso, que lo siento bastante. ¿Lo siento?¿bastante? ¿A quién quiere que se lo diga?, tarda en responder el cura. ¿A quién va a ser? A él, claro, responde el hombre. Ahh…claro, a él…¿Dígame, qué tiene que confesarle a Nuestro Señor?, inquiere, más cómodo con el rumbo de la conversación, el cura. Para cuando el cura formula la pregunta protocolaria el hombre ya se aleja del confesionario y se dirige a la puerta de salida. Vigilando que nadie lo vea, coge la caja de contribuciones para la caridad, la oculta dentro de la gabardina y sale a la plaza. Tras caminar diez minutos llega a una librería y roba las memorias de Neruda, Confieso que he vivido, un ejemplar de On the road, una guía lúdica de Las Vegas y, ya en la calle, compra los tres últimos ejemplares de la revista Playboy. En el restaurante más cercano engulle cuatro solomillos de buey, siete raciones de pasta, una de bogavante y traga un litro de vino del noventa y ocho y nueve cervezas Guiness. No pide café. Cuando sale está anocheciendo. Vacía su cuenta bancaria en un cajero automático y con los bolsillos repletos de billetes de mil euros coge un taxi al aeropuerto. En la pantalla de televisión de la terminal ve las imágenes de una gran catedral que se derrumba y una gran afluencia de coches de policía y camiones de bomberos. Por último, ve a un cura viejo y barbudo, calvo, con las ropas y la cara polvorientas y, en el borde inferior izquierdo, el hombre se reconoce a sí mismo en una foto en blanco y negro que se hizo años atrás cuando fue de peregrinación a la Meca.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Todopoderoso DF (la representación de México DF en Los detectives salvajes)

1.          Empecemos por lo más evidente: no tiene mucho sentido escribir sobre la representación artística de México DF en Los detectives salvajes.[1] ¿Por qué? Por el mismo motivo por el que no tiene mucho sentido hablar de Eduardo Mendoza o Juan Marsé sólo porque Barcelona sea un lugar de referencia en sus novelas. Admitido esto, admitamos también que México actúa en la novela-río de Roberto Bolaño como el centro del mundo, como origen y puerto e incluso lugar de tránsito de todas las historias.[2] Por lo tanto, no está de más desbrozar en fragmentos algunas de las claves del DF en la novela, sin afán de unidad ni conjunto, ya que dudo que fuera esa la voluntad del autor argentino al fijar esta monumental ciudad en el centro del aparato narrativo.

2.             No hace falta haber estado en el DF para saber que es una ciudad salvaje. Esta es la imagen que muestra últimamente la prensa con motivo de la violencia del narcotráfico y que ha contribuido a crear un extenso imaginario cinematográfico, en el que destacan Sed de mal y Los olvidados o, en la última década, Amores perros e Y tu mamá también. Bolaño, que conoció de cerca esta ciudad excesiva (“el DF es una aldea de catorce millones de personas, ya se sabe”)[3], la representa con una novela excesiva e inapresable en sí misma (609 páginas). Todo ello crea en la mente del lector una idea del DF mitificadora y desorbitada, pero lo cierto es que la realidad misma de la ciudad lo es. El lector español se siente empequeñecido ante tamaño panorama: dice Javier Cercas que a los españoles

 

nuestro incurable provincianismo gachupín de nuevo rico recién instalado en las delicias del primer mundo nos induce a pensar en México con cierto sentimiento de superioridad, cuando basta pasear durante unas horas por las calles infinitas de su capital para comprender que éste es un país más enérgico, más vital, más creativo y en muchos aspectos más culto y avanzado que el nuestro.[4]

 

     Estas palabras de Cercas (que, por cierto, conoció a Bolaño y lo incluyó en una de sus novelas), entre airadas y provocadoras, permiten pensar acerca de Los detectives salvajes como un manifiesto en pro de lo marginal, la heterodoxia, el inconformismo y la individualidad radical (precisamente lo que distinguió a Bolaño hasta que el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos le dieron una fama no buscada). Estas cualidades vitalistas cobran vida en la novela gracias al organismo vivo que es el DF. Bolaño sitúa su novela en la capital mexicana de los años 70, un lugar fronterizo, una ciudad revolucionaria y vanguardista como lo fuera antes París. Por entonces

 

la ciudad pasaba por sus últimos años dorados, en breve la tasajearían los ‘Ejes viales’, gordas avenidas en solo sentido que trozan los barrios antiguos […], vías muy ad-hoc para los cotidianos embotellamientos de tráfico.[5]

 

La sociedad literaria se dividía en dos bandos: “uno admiraba al poeta popular, Efraín Huerta […], y el segundo a los de la revista Plural que dirigía Octavio Paz”.[6] En esta época, Bolaño participó en la fundación del infrarrealismo, hecho cuyo correlato en la novela es el liderazgo de Belano (álter ego del autor) en el grupo realvisceralista. Por tanto, la periferia sudamericana se convierte en el centro indiscutible de la historia (en torno al cual orbitan los centros tradicionales que representan París, Londres, Barcelona o Berlín, es decir, Europa). Así pues, el DF simboliza a un colectivo que busca rabiosamente la modernidad:

 

[…] todos los mexicanos somos más realvisceralistas que estridentistas, pero qué importa, el estridentismo y el realismo visceral son sólo dos máscaras para llegar a donde de verdad queremos llegar. ¿Y adónde queremos llegar?, dijo ella. A la modernidad Cesárea, le dije, a la pinche modernidad.[7]

 

3.             México DF ejerce de potente imán, de Ítaca a cuyo seno vuelven todos los senderos que explora Los detectives salvajes. Porque México es en todo momento fiel comparsa de lo que sucede, va tejiendo un entramado cada vez más denso del que ni los personajes ni el lector pueden huir. Bolaño da presencia a la gran ciudad a través de una extensa labor onomástica –algunas veces inventando nombres y otras no– que, a fuerza de repetirse, traza un amplio mapa emocional y referencial: el café Quito en la calle Bucareli, la casa de los Font en la calle Colima, colonia Condesa, Tlalpan, la Clínica de Salud Mental El Reposo, la Alameda, el Palacio de la Inquisición… La presencia del DF crece en la novela hasta ser bigger than life, un círculo fatal en el que se decide el destino de un grupo de amigos. Atrás quedan Cien años de soledad y el realismo mágico como estrategia de representación de lo “real maravilloso” en el continente latinoamericano. La literatura (postboom) de Bolaño se nutre de la realidad mexicana, una realidad que se basta en su intensidad desbordante –y fascinante, especialmente desde una mirada europea. El autor se las ingenia para dar cabida en la novela a una variedad de historias, géneros y registros por los que transpira en infinidad de poros el alma enérgica, visceral y variopinta del DF: la sexualidad a flor de piel, las prostitutas, los delincuentes, el alcohol, el tráfico de drogas, los exiliados españoles, los cines, las librerías, las fiestas de artistas, los bares de mala muerte, los sanatorios; México es en sí misma una ciudad de proporciones míticas, un territorio caótico, babélico, sumido en un paroxismo infatigable.

4.             El DF y el laberinto de sus calles llevan inscrito el destino –o la ausencia del mismo, no en balde la primera parte se titula “Mexicanos perdidos en México”– de Belano, Lima y compañía. Da la impresión que el signo de la incerteza acompaña a la ciudad:

 

la sensación de extrañeza, que no me abandonaba desde que pisé el aeropuerto del DF, comenzó a diluirse imperceptiblemente a medida que el camión se internaba por las carreteras de Oaxaca y yo me abandonaba a la certeza de que estaba otra vez en México y de que las cosas podían cambiar, aunque en el fondo no sabía si los cambios, de realizarse, serían para mejor o peor, como casi siempre pasa con los cambios, como casi siempre ocurre en México.[8]

Así como la Maga y Oliveira vagan aleatoriamente por París el uno en busca del otro, algunos personajes de Los detectives salvajes están continuamente “perdiendo” el tiempo, esperando en cafés algún encuentro, merodeando de librería en librería, caminando sin una hoja de ruta predeterminada.[9] Son, pues, flâneurs en permanente búsqueda (“Cuando colgué me puse a buscar a Ulises Lima en el DF. Supe que debía encontrarlo […] Pero buscar a alguien en el DF es una empresa difícil”) que tienen el presente de su juventud como única meta. Contemplan la vida como un tablero de ajedrez en el que la partida recién comienza. Un comienzo que alberga el devenir de infinitas jugadas que conducirán a la victoria, o quizás a la derrota:

 

sin que me diera cuenta creo que me puse a llorar. Caminé al azar por las calles del DF y cuando quise orientarme me hallaba en medio de unas calles desangeladas de la colonia Anáhuac […]. Me metí en una cafetería de la calle Texcoco y pedí un café con leche. Me lo siriveron tibio. No sé cuánto tiempo estuve allí.[10]

5.             México DF, esa fuerza endemoniada y brutal que no obedece a ley alguna que no sea la suya propia, la del suplantador de Dios que –al igual que la novela– es la ciudad moderna, una autopista hacia el vacío y el abismo, cuyo rumbo no está en nuestras manos decidir:

 

–¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey?

–No.

                                                                                                                Malcolm Lowry[11]



[1] Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Anagrama, Barcelona, 1998.

[2] Bolaño (1953-2003) vivió en México entre 1968 y 1977, de los quince a los veinticuatro años. Para él, ésta fue siempre la ciudad de la juventud, de los sueños, de las posibilidades, de la vida, tal como sucede, ya se verá, en la novela que aquí se comenta.

[3] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 159.

[4] Javier Cercas, La verdad de Agamenón, Tusquets, Barcelona, 2006, pág. 29.

[5] “El agitador y las fiestas”, Carmen Boullosa, en Gustavo Faverón y Edmundo Paz Soldán (ed.), Bolaño salvaje, Candaya, Barcelona, 2008, pág. 417.

[6] Carmen Boullosa, op. cit., pág. 418.

[7] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 460.

[8] Roberto Bolaño, op. cit., págs. 450-451.

[9] No es una coincidencia esta relación. Se ha dicho de Los detectives salvajes que ha causado en la literatura latinoamericana el mismo impacto que en su día tuvo Rayuela, de Julio Cortázar: “sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela”. Jorge Volpi, “Bolaño, epidemia”, en Gustavo Faverón y Edmundo Paz Soldán (ed.), op. cit., pág. 200.

[10] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 110.

[11] Roberto Bolaño, op. cit., pág. 9.

Pequeña salvajada detectivesca


Ser Ulises Lima o Arturo Belano. Vagar sin norte por México, con el azar como brújula, beber mezcal Los Suicidas, coger con María y con Angélica y con Catalina O’Hara, perderse a uno mismo en las calles del DF, en sus pizzerías y en sus embajadas y editoriales anotando poemas viscerrealistas en cuartillas desleídas, agotar las palabras en busca de un poema vital, de un poema imposible que se agacha tras la casucha de las Font, en la azotea de Piel Divina, en el cuarto de hotel de Jacinto Requena, en el lavabo de la casa californiana de Rafael Barrios, vomitar la vida repetidamente para certificar que no se está muerto, que el vómito es un volcán cuya materia subterránea aun empuja hacia la luz intempestiva y opaca de la ciudad en hora punta. Ser al fin un real visceralista, caminar por la vida sin rumbo, acaso intentando suplir la ausencia de ese poema que yo y tantos otros querríamos escribir y cuya escritura, quizá por ser quimérica, postergamos sin cesar.

martes, 12 de mayo de 2009

¿Héroes? (comentario hecho en el blog de Vicente Luis Mora)

Muy sintomática de nuestros tiempos la deriva hacia una tipología del héroe post-11S como profesional: bombero, policía, incluso –¿por qué no?– conductor de ambulancia. Parece que entre los héroes (y semidioses) griegos hasta Batman y Superman, Bourne, 007 y Bauer media un largo recorrido en el que la imperfección humana le ha ganado el asalto al arquetipo mitológico  inalcanzable. El nuevo héroe no tiene ya una visión panorámica del cosmos, ni mucho menos un radio de acción extenso: el centro de operaciones debe ser la ciudad –a poder ser NY, que deviene así metonimia de todas las megalópolis globalizadas–. Esta carencia congénita e insuperable hace del héroe un civil más, incapaz de apresar cabalmente el mundo que lo rodea. Sin olvidar, claro está, el acoso ubicuo a que lo someten los mass media, siendo nuestro héroe otro figurante del mundillo del cotilleo y del sensacionalismo. Hablo, pues, de un hombre-masa en la estela de Ortega y Gasset, un individuo que va "puramente a la deriva", que se sabe integrante de un gran cuerpo social, responsabilidad que le abruma y dificulta la parcela de sus deseos individuales; paradigma de ello sería el atónito y desorientado Clive Owen de Hijos de los hombres.

Quizá los consumidores necesiten cada vez más un héroe "plausible" hoy en día, incorporado al sistema del Estado (ya sea agente de Su Majestad o de CTU/FBI) como un funcionario más, al que se le retribuye por su heroísmo.

A este respecto es instructiva la irrupción refrescante de Dexter Morgan. Forense experto en sangre de día y serial killer de noche, descendiente también de Hyde/Jekyll, éste se ve abocado a contribuir al bien público por la vía oficial; pero también por la vía del proscrito, el asesino que mata por necesidad, pero escoge como víctimas a los de su misma ralea. Dexter pierde toda conciencia heroica y su heroicidad es un hecho puramente colateral...

Un apunte más: Dexter es además un artista contemporáneo, que analiza las salpicaduras y los charcos de sangre con ojo sumamente estético. Sus cuadros, su salvapantallas, su escritorio muestran manchas de sangre que remiten directamente a la técnica del dropping de Pollock. ¿Qué consecuencias podría tener el emparejamiento del héroe con el artista? La verdad es que da miedo...

Otra novedad de Dexter: en la tercera temporada su novia se queda embarazada y el protagonista plantea la posibilidad de que su hijo herede la condición de su padre... ¿Os imagináis un mundo en el que los héroes nos legan una progenie igualmente heroica, un mundo en el que los héroes crecieran al compás de la demografía?

Historia y percepción (un poco a vuela pluma)

No es improbable que los cambios de las técnicas narrativas en el siglo XX fueran consecuencia de la aceleración de la Historia y por lo tanto de la progresiva complejidad de su percepción por parte del hombre: “han sido proyectados a bocanadas sobre la historia montones y montones de hombres en ritmo tan acelerado, que no era fácil saturarlos de la cultura tradicional” (Ortega y Gasset). Así, se nos aparece la Historia como un misterio, una línea incompleta, a trechos discontinua y a trechos sobresaturada de manera tal que no es tarea nada fácil, como quizá lo fuera hace un siglo, organizar cabalmente el pasado. Mucho menos fácil es aprehender mínimamente el presente que abarca nuestra vida, ya que aún estamos digiriéndolo cuando se vuelve pasado mientras se nos agolpa un nuevo presente al que debemos prestar atención para no perder el paso.

Interesante, a este propósito, la presencia de la Historia en la vida de personajes de ficción en Black Dogs (Ian McEwan): por ejemplo, el paseo del protagonista y su suegro por las calles de Berlín durante las celebraciones de la caída del muro. La caída del muro, acontecimiento de consecuencias mundiales, no llega al lector más que por producirse mientras sucede lo verdaderamente importante, la historia familiar que sale a la luz durante el paseo.

O el mayordomo puntilloso de The Remains of the day (Kazuo Ishiguro), alguien que desde su modesta posición se propone cambiar vicariamente el curso de la Historia del siglo XX: pese a su condición de butler de un diplomático británico, cree firmemente que de la eficacia de sus servicios (servir la mesa, acomodar a los invitados, adecentar la casa) depende el buen curso de la Historia. Este, podría decirse, afán de protagonismo anula en él cualquier consideración moral; cegado por la poca perspectiva histórica a que puede acceder desde su lugar en el mundo, consagra su vida al bienestar de un Lord que conspira a favor del régimen nazi.

En el terreno del cine, creo que Y tú mamá también, del mexicano Alfonso Cuarón, muestra una manera de (dejar de) percibir la Historia a la que me siento próximo por una cuestión generacional. Los protagonistas, aún adolescentes, hacen un viaje en coche y, sin embargo, en ningún momento son conscientes o perciben el clima social de su país. En este caso, el cockpit del coche se convierte en una celda y la ventana no es una ventana abierta al mundo, como suele serlo en toda road movie. El coche se cruza con un obrero atropellado, con unos narcos que están siendo detenidos, pero no se produce ningún comentario de los personajes absorbidos en conversas impúberes. De ahí que la cámara efectúe digresiones enfocando el exterior mientras una voz en off explica lo que sucede en el exterior del vehículo, llenando el hueco que la mirada ausente de los jóvenes ha dejado vacío. Quizá en eso consista la función de la cámara o la palabra: rellenar aquello a lo que no ha tenido acceso o no ha querido acceder nuestra mirada...

sábado, 9 de mayo de 2009

Intuiciones de la otra cara (un cuento)


“The horror of my other self”

Dr Jekyll and Mr Hyde

R. L. Stevenson

 

Durante algunos meses fui cliente asiduo (quizá el único) de Murdock & Lane’s, cuyo propietario, Wilfred Combs, es el responsable principal de que decida ahora contar esta historia. Su librería era, en principio, una de las muchas librerías de viejo que uno puede encontrar en Oxford, ciudad libresca donde las haya y, por consiguiente, una bendición para los avezados buscadores, entre los que me incluyo, de raros ejemplares, ediciones extraviadas o (este es el caso más común) libros olvidados que esperan la llegada de una mano salvadora que vuelva a repasar sus tiesas páginas. Aunque quizá llame a engaño el verbo encontrar y debería sustituirlo por los más adecuados topar o dar, pues la librería no estaba precisamente en una zona concurrida y comercial, como sí lo estaban la popular Borders o la decente Fenimore Books (ambas enclavadas en la avenida Payton), establecimientos en los que oía uno continuamente la campanilla anunciar la entrada de un nuevo cliente.

Así pues, tuve la fortuna y la desgracia (la segunda retrospectivamente) de topar o de dar con mis pasos en Murdock & Lane’s por pura casualidad; tenía la tarde libre y, aburrido y sin ningún conocido al que recurrir (apenas acababa de instalarme en el piso facilitado por la universidad en la que era recién llegado; aún no había conocido a mis colegas profesores) resolví dar un paseo, conocer el que sería mi ambiente durante dos trimestres, el plazo de mi contrato, y explorar las calles con cuyos nombres me costó más de lo esperado familiarizarme. Pero pequé quizá de intrépido y aventurero en mi primera excursión; enseguida quise alcanzar los rincones ocultos e intransitados, eso que algunos llaman la otra cara de la ciudad. Tras media hora deambulando frente a los escaparates de King’s Road, una de las avenidas principales, acaso con horror y sin motivo sintiéndome uno más de los turistas que entraban y salían cargados de bolsas y ligeros de dinero de los comercios atestados, doblé la esquina más cercana, internándome así en una callejuela sombría, desierta, que seguí en línea recta sin saber con qué daría o toparía al final. No recuerdo ahora con certeza qué pensé durante todo ese trayecto; sí recuerdo en cambio una fijación, una determinación inconsciente que me empujaba y me obligaba a dar un paso tras otro, como si en ello me fuera la vida y estuviera en mi destino el llegar a esa otra cara. Huelga decir que mi destino resultó ser la librería del viejo Combs.

La callejuela terminaba con el escaparate de cristal opaco y el letrero superior en el que se leía Murdock & Lane’s, formando un cul-de-sac que bloqueaba el paso y daba por concluido el angosto pasaje. Más tarde, cuando acudí allí de noche, me estremecí e incluso sentí cierta turbación, no del todo infundada, al pensar que el escenario guardaba cierta semejanza con los lugares del crimen que aparecían en alguna versión cinematográfica de Jack el destripador. Sin embargo, la primera vez era de día y no pude más que dejarme guiar por la curiosidad. Entré en el establecimiento, que carecía de campanilla, y allí estaba Mr Combs. Era un hombrecito encorvado y afable, de bigote circunspecto y nariz aguileña en la que solía apoyar unas gafas de considerable grosor; a juzgar por las arrugas y las canas rondaría los setenta años de edad. Preguntó solícitamente si podía ofrecer su ayuda o si buscaba algo en concreto (Welcome, my name is Mr. Combs…Have you got something in mind?, inquiría con una mueca jocosa del labio inferior); contesté que no y me limité a curiosear entre las filas de estanterías interminables, fingiendo un interés inexistente. Al cabo de un rato, supongo que adivinando que no acababa de encontrar nada de mi agrado, Mr Combs asomó su cuerpecito por una puerta semioculta, invitándome con el gesto a seguirlo. Me condujo por una escalera en espiral hasta un sótano aún mayor que la planta superior, pero de techo más bajo; el aire estaba embotado y había un inconfundible olor a libro antiguo. Perhaps you may find something of your interest here. You may take all the time you need, dijo ahora despacio y en tono amical, como si comprendiera que era un recién llegado y se apiadara de mí antes de volver al piso superior para dejarme a solas.

Enorme fue el asombro al topar mi vista con un ejemplar de A lie so white, obra póstuma de John Gawsworth, rey de Redonda, que años atrás había perseguido infructuosamente y cuya búsqueda había abandonado, llegando a creer para consuelo propio que se trataba de un libro maldito y fantasma que, de hecho, ni siquiera había sido escrito y cuya supuesta existencia casi mitológica partía del tipo de rumores y leyendas misteriosos que tanto gustan de inventar los ingleses. Tomé entre mis manos el libro y lo abrí al azar; la página reproducía el diálogo entre un tal Ranz y un tal Rylands que debatían acerca de la calidad literaria de Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Stevenson, curiosamente una de mis historias predilectas en la infancia, cuya lectura me quitó el sueño más de una noche (a medida que fui creciendo me sonrojaba avergonzado de que una simple historia llegara a infundirme tanto miedo), pues fui un niño crédulo en extremo y la ficción no supuso nunca un obstáculo para mí. Más tarde, de estudiante y ya como profesor, hice gala de cierto desprecio por quienes confunden realidad y ficción y me torné incrédulo y escéptico, concibiendo el cambio como una prueba más de mi admirable altura intelectual. Esta serie de ideas absurdas ocupaba mi cabeza (enternecida con los recuerdos rescatados y antes repudiados) cuando de pronto llegó del piso superior un estruendo de muebles precipitados y cristales rotos, de papeles rasgados y pasos vehementes, entre los que me pareció discernir un gemido agudo, monstruoso, ajeno a una voz humana.

Alarmado, el miedo inundándome el cuerpo, me apresuré a subir las escaleras. El piso estaba inexplicablemente intacto, igual que veinte minutos atrás, cuando había bajado al sótano. Recorrí la tienda entera en busca del librero Combs sin atisbo alguno de su presencia. Llamé su nombre; silencio. La cosa se mantuvo así durante un minuto en el que sólo pude permanecer atontado, en pie, a la espera de que sucediera algo. Sin explicación alguna emergió del mostrador la curvatura de Mr. Combs, luego el pelo canoso, el rostro arrugado y algo descompuesto mientras (me pareció a mí) introducía un frasquito de cristal rojo en el bolsillo del chaleco. Su presencia me alivió y, sin embargo, atisbé en su rostro algo parecido al horror; una sombra de presagio sobrevolaba sus diminutos ojos y ya no invitaba a la cordialidad y a la connivencia anteriores, antes al contrario, suscitó en mi un súbito rechazo y un asco instantáneo que logré reprimir diciendo con acento español: I’ve found quite a peculiar piece that I had lost hope to find years ago, John Gawsworth’s A lie so white. Alargó las manos tomándolo de las mías y durante unos segundos lo hojeó como quién se prepara para la ausencia del hijo que parte al frente; me lo devolvió sin antes esbozar una sonrisa infantil, risueña, desacostumbrada en un hombre de avanzada edad. Pagué y con un adiós reverente y educado salí por la puerta (sin campanilla que atestiguara mi paso por allí) y me dispuse a dar por finalizada la excursión. Se había hecho oscuro y los turistas volvían a sus hoteles cargados del botín del día; quise llegar cuanto antes a mi nueva casa desamueblada.

 

            A juzgar por los acontecimientos referidos y por el estado en que la abandoné, resulta lógico pensar que no volví a Murdock & Lane’s. Pero lo cierto es que esa última sonrisa infantil y una curiosidad inexplicable hicieron que volviera a la librería en diversas ocasiones a lo largo de los tres meses siguientes, siempre con la excusa de buscar un libro, quizá otra obra fantasma y maldita de Gawsworth. Sabía que cosas extrañas ocurrían en la tienda y, aunque trataba una y otra vez de convencerme de mi propia idiotez infantil, acababa siempre por acudir al fondo de la callejuela con la esperanza de un aclaración. Pero cada visita no hacía más que contribuir a mis dudas y a mi vuelta al cabo de unos días: un gesto maligno o exultante, una torsión de la boca o una mirada febril del viejo Combs; las dilatadas ausencias y las súbitas apariciones con el semblante totalmente transformado. Y qué decir de los ruidos misteriosos cuando me encontraba en el sótano. El trasiego y el ajetreo constantes que tenían lugar durante esos breves intervalos parecían provenir de la actividad incesante de un taller o de un laboratorio. Pero ahí sólo estaba el anciano huraño, soltero, sin familia, como si la suya fuera la única compañía de la que no podía prescindir.

Dos semanas antes de finalizar mi estancia en Oxford decidí visitar por última vez a Mr Combs. No hablábamos mucho, pero el hábito había desarrollado cierto aprecio tácito y mutuo, de modo que el librero tomó por costumbre el saludarme de esta guisa desde el mostrador infranqueable: Good day, sir. Still in search of an impossible book?, a lo que seguía un gesto de la mano en dirección a la escalerita del sótano. Pero la despedida nunca se produjo, ya que topé o di con la tienda cerrada; las luces apagadas, la puerta cerrada con llave y la definitiva ausencia de Combs así lo certificaban. No obstante, lo terrible, lo que de veras me heló el alma fue el asomo de una sombra proyectada fugazmente en el estante del fondo. En el suelo, junto al estante, el frasco de cristal al que nunca había dado crédito yacía hecho añicos en el suelo mientras oía otra vez el ruido estremecedor de la primera tarde. Deshice el camino a paso rápido y pasé el resto del domingo en King’s Road, intentando sentirme un turista o un extranjero más de los que entraban y salían de los comercios atestados, cargados de bolsas y ligeros de dinero.

Aún no he leído (no creo que llegue a leer nunca) el libro maldito de Gawsworth y bajo ningún concepto lo volveré a abrir por la mitad, por precaución. Ojalá nunca lo hubiese encontrado en Murdock & Lane’s; ojalá nunca hubiera llegado a eso que algunos llaman la otra cara de la ciudad; ojalá pudiera seguir creyendo que su supuesta existencia casi mitológica parte del tipo de rumores y leyendas que tanto gustan de inventar los ingleses.

 en (tosca) imitación de Javier Marías,

heredero de John Gawsworth en el trono de Redonda.

(2007)

Stagecoach - John Ford (1939)




El director americà d’origen irlandès John Ford no necessita tarja de presentació. El seu nom figura entre els grans mestres de la Història del cinema. Moltes són les pel·lícules que li han proporcionat aquest honor, entre elles La diligència, del 1939. No és una obra de maduresa com Centaures del desert o Rio Grande, però hi trobem la síntesi dels temes que preocuparen al director al llarg de la seva trajectòria. Es considera que La diligència és l’obra mare de l’edat d’or del gènere del western, i no falten raons que ho demostrin. La pel·lícula narra el viatge d’un grup heterogeni de persones –un metge alcohòlic, la dona d’un soldat, una prostituta, un foragit, un jugador de cartes, un comerciant de whisky i un sheriff– en una diligència que els ha de portar a la població de Longsburg.

El dificultós viatge de la diligència és l’excusa que utilitza Ford per configurar un relat èpic tot partint de l’enfrontament històric entre els homes blancs i els indis –entre el bé i el mal, segons com es miri–. El paisatge de l’Oest dels Estats Units, en concret les llanures i rocositats del Monument Valley, és aquí un ingredient dramàtic afegit, un reflex de la geografia interior dels personatges. La diligència es veu amenaçada pels indis que s’amaguen en el desert, però també hi ha un altre tipus d’amenaça que posa a prova els passatgers del vehicle. Aquesta és la moral de la societat puritana simbolitzada per la Lliga de l’Ordre i la Llei, institució encarregada de defensar la moral establerta i promoure una correcció social en la qual no encaixen Ringo Kid, el fugitiu encarnat per John Wayne, Dallas, la prostituta, i l’ebri doctor Boone. La diligència retrata una societat de contrastos que, com la fotografia, es divideix en dos extrems: blanc i negre. El pes de les convencions socials es condensa en l’espai limitat de la cabina dels passatgers, utilitzant així un motiu de llarga tradició artística com és l’espai tancat: la claustrofòbia dels personatges condemnats a conviure en pocs metres quadrats té exemples com L’àngel exterminador i altres obres de Luis Buñuel o La nuit de Varennes, d’Ettore Scola, ambientada en la França revolucionària.

En certa ocasió, John Ford rodava una de les seves pel·lícules a Monument Valley quan un col·laborador, exasperat pel temporal que impossibilitava la filmació del paisatge, va preguntar-li què es podia fer. El director li respongué simplement que gravarien allò de més profund que existeix: un rostre humà. Aquesta afirmació denota la filosofia d’un home que ni tan sols tenia la pretensió d’anomenar-se artista i que, si li demanaven que parlés de si mateix, de mala gana deia: “em dic John Ford i faig westerns”. L’autor de La diligència pertany a l’estirp dels directors artesans, aquells que passaven per totes les tasques de l’ofici cinematogràfic abans d’adquirir l’experiència suficient que els atorgués la confiança dels grans estudis per dirigir els seus treballs. Abans de director, Ford havia estat muntador. Aquesta formació prèvia és a ben segur determinant en el classicisme narratiu de l’obra comentada. No s’ha d’entendre el terme “classicisme” associat a la manca d’ambició, al conformisme artístic o a la repetició de coses ja vistes. Ans al contrari, Ford és un clàssic perquè coneix a la perfecció el terreny en què es mou i sap que quan la càmara cobra més importància que els personatges es perd l’essència de l’art cinematogràfic que, segons ell, segueix sent la transmisió d’històries que commoguin –d’aquí que es mostrés indiferent envers als joves realitzadors que, en nom de l’experimentalisme formal, oblidaven aquesta premisa elemental. Per aquesta raó no cal buscar en La diligència grans moviments de càmara (limitats a les escenes d’acció) o imatges d’elevada complexitat semàntica. Només s’ha d’atendre a la mestria en la representació de les tensions socials: les incomoditats i els pensaments que només la mirada dels actors pot expressar. La càmara és una finestra oberta al gran teatre del món, per la qual penetren herois com el que interpreta un jove John Wayne. Wayne és l’arquetip del home errant, el llop solitari amb un passat obscur i una obsessió de redenció que, precisament per les seves contradiccions i clarobscurs, s’erigeix en paradigma –agradi o no– de la cultura i la història dels Estats Units. La imatge de Ringo Kid escapat de la presó, amb un fusell a la mà dreta i una sella a la mà esquerra, divinitzat per una aurèola, és un símbol universal de l’antiheroi modern. 

            El to mític es veu reforçat per la composició musical de Gerard Carbonara, capaç d’adaptar-se al ritme trepidant de les escenes d’acció i la tendresa de les escenes d’amor. La música, que va guanyar l’Oscar, arrela clarament en la cultura popular americana i remet al seu mite fundacional. Així doncs, la música, els caràcters dramàtics, el paisatge i el viatge s’erigeixen en trets distintius d’un imaginari americà en el qual, no obstant, destaca l’absència dels indis. Ford ho focalitza tot a través de l’home blanc. Els indis només cobren protagonisme en la seqüència de la persecució; no tenen cap diàleg i només veiem la seva cara en primers plans de dos d’ells. Es podria argumentar que la mirada de Ford és una mirada etnocèntrica, sesgada i parcial. Molts ho han fet i és un problema que quedarà per sempre subjecte a debat. El que no es pot negar és que l’autèntic caràcter èpic només existeix quan la narració es centra en un bàndol concret, aconseguint d’aquesta manera l’empatia de l’espectador. Deixant de banda l’hipotètic partidisme de Ford, es pot afirmar amb rotunditat que, lluny de caure en la complaença i l’exaltació fàcil de l’American Way of Life i les bases de la societat americana, La diligència critica durament la hipocresia i la falsedat que amaguen les convencions socials. Si no, no s’explica el final circular de la pel·lícula, amb la parella formada per Ringo i Dallas fugint de Longsburg, allunyant-se en carro d’una civilització que no els accepta malgrat haver-se comportat com herois: ell ha lluitat contra els indis, ella ha cuidat del nen al que dóna llum l’esposa del soldat (aquesta sí, acceptada per les dones de la Lliga de l’Ordre i la Llei). En aquest cas Ulisses, a diferència de la versió homèrica, no torna a casa i continúa  condemnat al viatge constant.

(2008)