¿Señor, puedo proponerle mis servicios sin riesgo de ser importuno? Sospecho que no sabe cómo hacerse entender al estimable gorila que preside el destino de este establecimiento. Él no habla, en efecto, más que el holandés. A menos que usted me autorice a defender su causa, él no adivinará que desea una ginebra. Ya está, espero que me haya comprendido; esta inclinación de la cabeza debe de significar que se rinde a mis argumentos. Ya va, en efecto, se apresura, con sabia lentitud. Tiene usted suerte, no ha gruñido. Cuando se niega a servir, le basta un gruñido: nadie le insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los grandes animales. Pero ya me retiro, señor, contento de haberle servido. Se lo agradezco y aceptaría si estuviera seguro de no estorbarle. Es usted demasiado bueno. Instalaré pues mi vaso junto al suyo.
Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de los bosques primitivos, cargado hasta la garganta. Me sorprendo a veces de la obstinación que emplea nuestro taciturno amigo en censurar las lenguas civilizadas. Su trabajo consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en un bar de Amsterdam al que ha llamado, no se sabe por qué, Mexico-City. ¿Con tales deberes, no cree usted que podría pensarse que su ignorancia resulta incómoda? ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon como pensionista en la torre de Babel! Sufriría de extrañamiento, por lo menos. Pero no, este no siente su exilio, va a su aire, nada le afecta. Una de las raras frases que he escuchado de su boca proclamaba que o se tomaba o se dejaba. ¿Qué había que tomar o dejar? Sin duda, a nuestro amigo mismo. Le confieso que me siento atraído por estas criaturas enseguida. Cuando se ha meditado mucho sobre el hombre, por oficio o por vocación, sucede que se siente nostalgia por los primates. Ellos no tienen dobles intenciones.
A decir verdad, nuestro anfitrión tiene algunas, por bien que las nutra oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adquirido un carácter desafiante. De ahí este aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, al menos, de que algo no funciona bien entre los hombres. Esta disposición hace más difíciles las discusiones que no conciernen a su trabajo. Observe, por ejemplo, encima de su cabeza, en la pared del fondo, el rectángulo vacío que marca el lugar de un cuadro descolgado. Ahí había, en efecto, un cuadro, particularmente interesante, una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estaba presente cuando el señor de la casa lo recibió y cuando lo dio. En ambos casos, lo hizo con la misma desconfianza, tras semanas rumiándolo. Sobre este punto, la sociedad ha echado a perder, hay que reconocerlo, la franca simplicidad de su naturaleza.
Sepa bien que no lo juzgo en absoluto. Valoro su desconfianza fundada y la compartiría gustoso si no me lo impidiera, como usted verá, mi naturaleza comunicativa. ¡Desgracia, soy un charlatán! Me apego fácilmente. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasiones me son propicias. Cuando vivía en Francia, no podía encontrar a un hombre de espíritu sin que entrara en sociedad con él. ¡Ah! Veo que se le atraganta este imperfecto del subjuntivo. Confieso mi debilidad por este modo, y por el buen lenguaje en general. Debilidad que me reprocho, créame. Sé bien que el gusto por la lencería fina no supone forzosamente que no se tengan los pies sucios. Lo uno no quita lo otro. El estilo, como la popelina, disimula a menudo el eczema. Me consuelo diciéndome que, a fin de cuentas, los que farfullan no son puros tampoco. Pero tomemos más ginebra.
¿Pasará mucho tiempo en Amsterdam?¿Bella ciudad, no cree?¿Fascinante? He aquí un adjetivo que hace tiempo que no comprendo. Desde que me marché de París, justamente, ya hace años de eso. Pero el corazón tiene su memoria y yo no he olvidado nada de nuestra bella capital, ni de sus avenidas. París es un verdadero trampantojo, un soberbio decorado habitado por cuatro millones de siluetas. ¿Cerca de cinco millones, en el último censo? Vamos, habrán hecho pequeñajos. No me sorprendería nada. Siempre me ha parecido que nuestros conciudadanos tienen dos furores: las ideas y la fornicación. A diestra y siniestra, por así decirlo. Guardémonos, ante todo, de condenarlos; ellos no son los únicos, toda Europa está así. A veces me imagino qué dirán de nosotros los historiadores futuros. Una frase les bastará para el hombre moderno: fornicaba y leía periódicos. Después de esta contundente definición el sujeto estará, me atrevo a decir, agotado.
¡Los holandeses, oh no, ellos son mucho menos modernos! Ellos tienen tiempo, mírelos. ¿Qué hacen? Pues bien, esos señores viven del trabajo de estas señoras. Son, ante todo, machos y féminas, criaturas considerablemente burguesas, venidas aquí, como de habitud, por mitomanía o estupidez. Por exceso o falta de imaginación, en suma. Cada cierto tiempo, estos señores juegan al cuchillo o al revolver, pero no crea que duran mucho. El rol lo exige, eso es todo, y se mueren de miedo mientras sueltan sus últimos cartuchos. Dicho esto, los encuentro más morales que los otros, los que matan a su familia, à l’usure. ¿No ha caído usted en que nuestra sociedad esta organizada para este género de liquidación? Habrá oído hablar, naturalmente, de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan en miles al bañista imprudente, lo limpian, en un instante, a pequeños bocados rápidos, y no le dejan más que un esqueleto inmaculado. Pues bien, es esta, su organización. “¿Quiere usted una vida propia?¿Como todo el mundo?” Usted dice que sí, naturalmente. ¿Cómo negarse? “De acuerdo. Lo vamos a limpiar. He aquí un trabajo, una familia, distracciones organizadas.” Y los pequeños dientes atacan la carne, hasta los huesos. Pero soy injusto. No es su organización la que hace falta describir. Se trata de la nuestra, al fin y al cabo: quién limpiará a quién.
Al fin nos traen nuestra ginebra. A su salud. Sí, el gorila ha abierto la boca para llamarme doctor. En este país, todo el mundo es doctor, o profesor. Les gusta el respeto, por bondad, y por modestia. Para ellos, al menos, la malicia no es una institución nacional. A fin de cuentas, yo no soy médico. Si le interesa saberlo, antes de venir aquí era abogado. Ahora, soy juez penitenciario.
Pero permita que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servirle. Encantado de conocerle. Está usted sin duda metido en los negocios. ¿Más o menos?¡Excelente respuesta! Juiciosa también; estamos más o menos metidos en todas las cosas. Veamos, permítame jugar al detective. Usted tiene más o menos mi edad, el ojo informado de los cuadragenarios que lo han visto más o menos todo, va usted más o menos bien vestido, es decir, como se visten en nuestra tierra, y tiene las manos lisas. ¡Por tanto, un burgués, más o menos!¡Pero un burgués refinado! Vacilar sobre los imperfectos del subjuntivo, en efecto, prueba doblemente su cultura puesto que los reconoce primero y le irritan después. En fin, le divierto a usted, cosa que, sin vanidad, supone para usted cierta apertura de espíritu. Es usted más o menos… ¿Pero qué importa? Las profesiones me interesan menos que las sectas. Permítame que le haga dos preguntas y no responda si las juzga indiscretas. ¿Posee usted riquezas?¿Algunas? Bien. ¿Las ha compartido con los pobres? No. Es usted pues lo que yo llamo un saduceo. Si no ha frecuentado las Escrituras, reconozco que no le sonará todo esto. ¿Le suena?¿Conoce entonces las Escrituras? Decididamente, usted me interesa.
En cuanto a mí… Bien, juzgue usted mismo. Por la talla, por la espalda, y por este rostro del que me han dicho a menudo que es feroz, tendría más bien pinta de jugador de rugby, ¿no cree? Pero si se juzga por la conversación, hay que consentir cierto refinamiento. El camello/mal bicho que ha provisto a la pulga de mi abrigo padecía sin duda la sarna; en cambio, tengo las uñas hechas. Yo también estoy informado, y sin embargo, me confío a usted, sin precauciones, por su cara bonita. En fin, a pesar de mis buenas maneras y mi buen lenguaje, soy un habitual de los bares de marineros del Zeedijk. Venga, no busque más. Mi oficio es doble, ya está, como la criatura. Ya se lo he dicho, soy juez penitenciario. Una sola cosa es simple en mi caso, no poseo nada. Sí, he sido rico, no, no he compartido con los otros. ¿Qué prueba eso? Que yo también era un saduceo… ¡Oh!¿Oye usted las sirenas del puerto? Esta noche habrá niebla en el Zuyderzee.
¿Se marcha ya? Perdóneme por haberle quizá retenido. Con su permiso, usted no pagará. Usted está en mi casa en Mexico-City, me ha hecho feliz por acogerle. Estaré aquí sin duda mañana, como las demás noches, y aceptaré con reconocimiento su invitación. Su camino… Y bien... ¿Pero vería usted un inconveniente, sería lo más simple, en que le acompañe hasta el puerto? Desde aquí, contorneando el barrio judío, se encontrará esas bellas avenidas dónde desfilan tranvías cargados de flores y de músicas atronadoras. Su hotel, el Damrak, está encima de una de ellas. Después de usted, se lo ruego. Yo vivo en el barrio judío, o así se llamaba hasta que nuestros hermanos hitlerianos se instalaron. ¡Qué lavado! Setenta y cinco mil judíos deportados o asesinados, es el lavado por vaciado. ¡Admiro esta aplicación, esta metódica paciencia! Cuando no se tiene carácter, buena falta hace darse un método. Aquí, ha ido de maravilla, sin contradicción, y habito sobre el escenario de uno de uno de los mayores crímenes de la historia. Quizá es esto lo que me ayuda a comprender al gorila y su desconfianza. Puedo luchar así contra esta tendencia natural que me lleva irresistiblemente a la simpatía. Cuando veo una cabeza nueva, alguien en mí hace sonar la alarma. “Ralentice. ¡Peligro!” Incluso cuando la simpatía es más fuerte, estoy en guardia.
¿Sabe usted que en mi pequeño pueblo, en el curso de unas represalias, un oficial alemán le rogó cortésmente a una vieja mujer que hiciera el favor de elegir cuál de sus dos hijos sería fusilado como rehén?¿Elegir, se lo imagina?¿Este? No, ese. Y verlo marchar. No insistamos, pero créame, señor, todas las sorpresas son posibles. He conocido un corazón puro que rechazaba la desconfianza. Era pacifista, libertario, amaba con un solo amor a la humanidad entera y a las bestias. Un alma de elite, sí, eso es seguro. Pues bien, durante las últimas guerras de religión en Europa, se retiró a la campiña. Escribió en el suelo de su casa: “De dónde sea que venís, entrad y sed bienvenidos.” ¿Quién, según usted, respondió a esta bella invitación? Unos milicianos, que entraron como si fuera su casa y la destriparon.
¡Oh!¡Perdón, señora! Ella no ha entendido nada al principio. ¡Toda esa gente, eh, tan tarde, y a pesar de la lluvia, que no ha cesado en días! Afortunadamente, queda la ginebra, la única luz en estas tinieblas. ¿Siente usted la luz dorada, cobriza, que le mete dentro a uno? Me gusta caminar por la ciudad, por la noche, con el calor de la ginebra. Camino noches enteras, sueño, o hablo conmigo mismo interminablemente. Como esta noche, sí, y tengo miedo de aturdirle un poco, gracias, es usted cortés. Pero es demasiado; es abrir la boca y las palabras se deslizan. Además, este país me inspira.