domingo, 22 de noviembre de 2009

sábado, 24 de octubre de 2009

Lunática

Hace ya cuarenta años (¿cuarenta?) el hombre pisó la luna. Mejor dicho, hace cuarenta años dos hombres pisaron la luna. ¿Acaso pisaron la luna los otros (presidiarios, estadistas, vendedores ambulantes, secretarias, millonarios), aquellos que desde Malibú, Osaka, Frankfurt, Londres, Sidney, Moscú quizás, se reunían en sus casas o en las de sus amigos para ver cómo dos individuos hacían lo que –ahora sí– el hombre había deseado y tenido por imposible durante siglos? La humanidad entera se contentaba con pisar la moqueta doméstica del salón, los pies quietos y tensos presos de la gravedad terrestre, sus culos hundidos en el sofá, sorbiendo cerveza mientras en la televisión dos trajes blancos pisaban realmente la superficie lunar o más bien gravitaban a pequeños saltitos que esparcían huellas sin rumbo aparente, como las del que acaba de llegar a un sitio y da vueltas y trata de recordar qué iba a hacer allí en primer lugar.

Pero aquellos dos individuos quizá no lo fueran tanto. A través de los millones de diminutos rectángulos que multiplicaban simultáneamente su imagen en el planeta Tierra, sólo eran visibles sus perfiles hinchados, falseados por un envoltorio blanco, desprovistos de rostro,  de gestos, de personalidad, con un espejo reflectante a modo de escotilla que devolvía la imagen convexa del gris lunar contra el negro espacial, interrumpido quizá por el azul acuático y lejano de la Tierra, aunque esto último es una mera sublimación del momento: las imágenes de archivo son malas, en blanco y negro, y por ello más misteriosas y fantásticas...

A buen seguro algunos fantasearon con la idea de ser el suyo el rostro invisible, oculto tras la visera ahumada. Al fin y al cabo, qué más daba de quién fuera ese rostro. Qué más daba que la cámara no capturará la sonrisa del astronauta al pisar el satélite, o su sollozo, o su indiferencia, o su pánico, eso nunca lo sabremos. Seguramente, poco habría contribuido esa imagen a la gloria de la gesta espacial. Bastaron unas palabras, un slogan, una perfecta cuña publicitaria que resumiera la epopeya: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad.” Así se  les hacía saber –o creer– a los terrícolas que ellos formaban parte de aquel montaje, que a ellos les pertenecía también aquel triunfo humano, incluso a los rusos (a su pesar, posiblemente).

En este cantar de gesta el héroe verdadero no era la pareja espacial, sino la tecnología. No la valentía ni la fuerza individuales, sino la inteligencia y el empuje colectivos. Progreso. Culminación. Broche final de siglos de Historia y avance tecnológico. La bandera, eso sí: barras y estrellas, Estados Unidos de América. Los que lanzaron la bomba atómica demostraban que también sabían portarse bien con el poder tecnológico. Los millones de muertos de Hiroshima y Nagasaki contra los millones de televidentes del Apolo XI: la capacidad de la tecnología para acoger en su seno a millones de personas, haciéndolas víctimas o partícipes del espectáculo. Como un juego de muñecas rusas: el hogar, la televisión, el paisaje lunar, los trajes de astronauta, los ocupantes anónimos de esos trajes... y el famoso slogan, perfecto para la rememoración y transmisión del momento hasta la posteridad.

 

 

sábado, 6 de junio de 2009

Iluminadora reseña de ¡Absalón, Absalón! (traducción de Miguel Martínez-Lage) por Javier Aparicio en Letras Libres. Escribe: “recuerdan, imaginan y conjeturan [los personajes-narradores] a un mismo tiempo, generando una espiral de distintas y equívocas versiones que dificultan el establecimiento de un relato avalado por algún principio de autoridad, pero que a la vez permiten que el lector penetre en el detectivesco e inquietante microclima moral creado por Faulkner en esta obra maestra en la que relato, acción, personajes, trama y peripecia parecen destinados a desaparecer por el desaguadero del lenguaje”. Siguiendo la osada senda iniciada con El ruido y la furia, imbricando aún más la red argumental –si eso es posible–, Faulkner relega la existencia de una verdad de lo acontecido o, más claramente, se desentiende significativamente de su esclarecimiento o conocimiento por parte del lector. Se diría que Faulkner recurre a una técnica de distracción para apoyar toda la atención sobre el músculo del lenguaje (aquí el hueso, el esqueleto, es un mero pretexto). Músculo cuyo principio motor no aprehendemos totalmente, pero que a pesar de la vasta penumbra ofrece (ya consumado el pacto narrativo) resquicios de luz y cegador misterio. Y, de paso, muestra con la polifonía de voces que el lenguaje literario no conoce más verdad que la suya; cada estilo es –debe ser– al fin y al cabo coherente consigo mismo. Otra cosa es pretender que el puzzle argumental pueda ser resuelto mediante las piezas dispersas del relato de cada personaje. De ello sólo resultaría un puzzle incompleto, cuyos huecos no importa llenar si se consigue lo que muy pocos, entre ellos Faulkner: hacer que el lenguaje se gane por sus propios méritos la posición que le pertenece.

Avaricia

Eugénie Grandet, de Balzac, es una narración sobre la creciente importancia que adquirió la economía en el siglo XIX. La avaricia humana introdujo el materialismo económico en todos los ámbitos de lo social, convirtiendo a menudo en transacción a la amistad. El culto a la economía, por otro lado, se relacionaba con el culto al presente, más que patente hoy en día. La obtención del beneficio inmediato arrinconó a la espera del paraíso cristiano como recompensa a una vida virtuosa: “les avares ne croient pas à une vie à venir, le présent est tout pour eux. […] L’avenir, qui nous attendait par-delà le réquiem, a été transposé dans le présent. Arriver per fas et nefas au paradis terrestre du luxe et des jouissances vaniteuses, pétrifier son coeur et se macérer le corps en vue de possessions pasajeres, comme on souffrait jadis le martyre de la vie en vue de biens éternels, est la pensée générale”.

El avaro como impaciente, como niño mimado, como perro de Pavlov, el reverso de la reflexión y la razón… Todos estamos forzados, hoy en día,  a una mínima dosis de avaricia…

martes, 2 de junio de 2009

Originalidad y realismo en el Lazarillo de Tormes

No deja de ser significativo que dos de los clásicos más relevantes del Siglo de Oro español, el Lazarillo y el Quijote, fueran en su día obras excéntricas dentro de una tradición literaria que contribuyeron a desviar y de cuyo acervo son ahora miembros ilustres e indispensables. Así como se dice que el Quijote es la primera novela moderna, otro tanto podría aventurarse con el Lazarillo, que tuvo el mérito de “conjugar ficción y verosimilitud en una narración en prosa”, siendo éste “el arranque de la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica: la novela”[1]. En ambas narraciones se fagocita la literatura idealista hegemónica y se la parodia bajo una nueva forma original, compleja y tramposa para el lector. Ahora bien, ¿en qué aspectos del Lazarillo puede reconocerse su radical originalidad respecto de la tradición?

En primer lugar, y en un alarde de modernidad narrativa, el Lazarillo se hace pasar por lo que no es, a saber, un libro convencional. Así, en los paratextos (el epígrafe La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, el prólogo sembrado de tópicos latinos) todo parece indicar que estamos ante una narración no muy original, acorde con el horizonte de expectativas de un lector del siglo XVI. Y, sin embargo, dista mucho de ser lo que anuncia inicialmente[2]; inaugura una veda narrativa novedosa y, por ende, confusa para el lector, al cual ya no le servían las referencias comunes, pues el Lazarillo “había de proponer los términos de acuerdo con los cuales ser descifrado”[3]. Las nuevas reglas de juego que establecía el Lazarillo deben hallarse en sus principales rasgos técnicos. Estos son: un narrador en primera persona, autodiegético, la estructura en sarta de los hechos narrados, el formato epistolar con “Vuestra Merced” como narratario, y la omisión de la autoría, que da lugar a un libro apócrifo, falsamente atribuido al propio Lázaro. Todo ello, al servicio de una biografía, de un bildungsroman ordenado y dispuesto cronológicamente: “y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona”[4]. Pero la biografía en cuestión no trata de las hazañas y victorias de un Amadís, sino de las vivencias de un pobre vagabundo bajo sucesivos dueños hasta su matrimonio con una barragana (el “caso”, según la mayoría de los críticos) y su establecimiento como pregonero en Toledo.

Y así es que el Lazarillo deviene una obra radicalmente original por su realismo. Un realismo que no corresponde al omnisciente de las novelas decimonónicas. En este caso, el realismo es indisociable de la complejidad técnica de la narración, del uso mismo del lenguaje, tal y como señala Francisco Rico en la introducción a su edición del Lazarillo:

el realismo primordial atañe menos a los temas que a la enunciación de los temas, a la materia menos que a la forma: lo que básicamente se presenta como si fuera real es el acto de lenguaje, el hecho de que el pregonero escriba una carta a un determinado corresponsal (“Vuestra Merced…”); y el contenido ‘realista’ de tal discurso tiene sólo una importancia relativa, de segundo grado.[5]

Por consiguiente, el realismo de marras no es más que el éxito resultante de una serie de estrategias narrativas, de un discurso cuyo fin es hacer verosímil –es decir, creíble como real– el relato de Lázaro. La voz de Lázaro es lo que de veras importa, de ella depende la persuasión del lector. De ahí que él mismo sea el personaje con más profundidad psicológica de la novela, sin ser meramente un arquetipo folklórico, como lo es el ciego. El Lázaro adulto que se retrotrae a sus orígenes para narrar el hilo de su vida ha recibido palos, ha adquirido experiencia, ha aprendido a vivir. En definitiva, ha evolucionado como cualquier persona de carne y hueso:

El héroe del relato épico era, hasta entonces, un personaje no modificado ni moldeado por sus propias aventuras; son precisamente las dotes y rasgos connaturales al héroe los que imprimirán su tonalidad a dichas aventuras. En el Lazarillo, por el contrario, el protagonista es resultado y no causa; no pasa, simplemente, de una dificultad a otra, sino que va arrastrando las experiencias adquiridas; el niño que recibe el coscorrón en Salamanca, no es ya el mismo que lanza al ciego contra el poste en Escalona […][6]

La autobiografía simulada recrea con tal habilidad el punto de vista de Lázaro que éste adquiere a nuestros ojos entidad real, siendo dueño y señor del relato de su vida: “la novela debía ser fiel por entero a la ilusión autobiográfica, el mundo sólo tenía cabida en sus páginas a través de los sentidos de Lázaro y Lazarillo”[7]. No olvidemos, por ejemplo, que las cartas que supuestamente escribe Lázaro funcionan a modo de enmienda y justificación de “el caso”; pretenden, en última instancia, influir sobre la realidad, o sobre su percepción de la misma por parte de “Vuestra Merced”.

Qué duda cabe de que, afinando el olfato, salen a relucir numerosas sospechas que imposibilitan la existencia de un Lázaro autor del texto que tenemos entre manos: la ya citada incoherencia del estilo del prólogo con el origen del pícaro, la soberbia estructuración literaria del relato, los juegos de palabras, la exagerada paremiología, la demora en detalles y escenas que más buscan el entretenimiento que el esclarecimiento del caso… A pesar de lo cual el realismo o, como dice Rico, la “presunción de historicidad”[8] del Lazarillo no mengua ni un ápice. Porque el anónimo autor fue consciente en todo momento de que se lo jugaba todo a una carta: la del punto de vista. Una carta, por lo visto, muy bien jugada, puesto que la vida de Lázaro cobra ante el lector una textura inmediata y palpable, por ejemplo, en el manejo magistral del tiempo narrativo, que se dilata o contrae en función de cómo lo siente o recuerda Lázaro. Véase sino la narración del primer día que pasa con el escudero, en la que presenciamos la transición desde la ingenuidad del chico hasta su desengaño, cuando su nuevo dueño hidalgo le informa de que “el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien”[9]. Durante este proceso, señala Rico,

el lector ha acompañado al protagonista en la inocencia de la mirada, se ha engañado como él y como él se ha sorprendido al comprender el alcance de todos y cada uno de los factores de la escena.[10]

Es así cómo el Lazarillo consigue lo que la novela idealista no: confundir y apelar directamente al lector, hacerle dudar acerca de lo que tiene enfrente. Más allá de su responsabilidad en la aparición del nuevo género picaresco (que evolucionaría hasta el sofisticado Buscón de Quevedo), al Lazarillo hay que atribuirle la originalidad de dejar al descubierto, como pocos antes, la difícil y quebradiza cuerda que une ficción y realidad, verdad y mentira, historia y discurso, una cuerda sólo apta para un lector funambulista: crítico, vigilante, inteligente y plenamente moderno, tal y como certificaría medio siglo después Cervantes con su Quijote.



[1] Francisco Rico, «El Lazarillo y la suplantación de la realidad», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), Historia y crítica de la literatura española. Siglos de Oro: Renacimiento (vol. I), Barcelona, Crítica, 1991, p. 178.

[2] Porque era imposible que alguien de la categoría de Lázaro supiera escribir, ni mucho menos que tuviera veleidades literarias y conociera al dedillo la cultura clásica, por lo que era también imposible que el que dice ser el narrador del Lazarillo fuera a su vez el autor.

[3] Francisco Rico, op. Cit., p. 176.

[4] Víctor García de la Concha (ed.), Lazarillo de Tormes, Madrid, Austral, 2007, pp. 62-63.

[5] Francisco Rico (ed.), Lazarillo de Tormes, Madrid, Cátedra, 1992, p. 79.

[6] Fernando Lázaro Carreter, «Lázaro y el ciego: del folklore a la novela», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), Historia y crítica de la literatura española. Siglos de Oro: Renacimiento (vol. II), Barcelona, Crítica, 1991, p. 363.

[7] Francisco Rico, «Lázaro y el escudero: técnica narrativa y visión del mundo», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (eds.), op. Cit., p. 370.

[8] Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), op.Cit., p.175.

[9] Víctor García de la Concha (ed.), op. Cit., p.104.

[10] Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), op. Cit.,  p. 371.

viernes, 29 de mayo de 2009

La caída - Albert Camus (traducción mía de las primeras páginas)

¿Señor, puedo proponerle mis servicios sin riesgo de ser importuno? Sospecho que no sabe cómo hacerse entender al estimable gorila que preside el destino de este establecimiento. Él no habla, en efecto, más que el holandés. A menos que usted me autorice a defender su causa, él no adivinará que desea una ginebra. Ya está, espero que me haya comprendido; esta inclinación de la cabeza debe de significar que se rinde a mis argumentos. Ya va, en efecto, se apresura, con sabia lentitud. Tiene usted suerte, no ha gruñido. Cuando se niega a servir, le basta un gruñido: nadie le insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los grandes animales. Pero ya me retiro, señor, contento de haberle servido. Se lo agradezco y aceptaría si estuviera seguro de no estorbarle. Es usted demasiado bueno. Instalaré pues mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de los bosques primitivos, cargado hasta la garganta. Me sorprendo a veces de la obstinación que emplea nuestro taciturno amigo en censurar las lenguas civilizadas. Su trabajo consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en un bar de Amsterdam al que ha llamado, no se sabe por qué, Mexico-City. ¿Con tales deberes, no cree usted que podría pensarse que su ignorancia resulta incómoda? ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon como pensionista en la torre de Babel!  Sufriría de extrañamiento, por lo menos. Pero no, este no siente su exilio, va a su aire, nada le afecta. Una de las raras frases que he escuchado de su boca proclamaba que o se tomaba o se dejaba. ¿Qué había que tomar o dejar? Sin duda, a nuestro amigo mismo. Le confieso que me siento atraído por estas criaturas enseguida. Cuando se ha meditado mucho sobre el hombre, por oficio o por vocación,  sucede que se siente nostalgia por los primates. Ellos no tienen dobles intenciones.

A decir verdad, nuestro anfitrión tiene algunas, por bien que las nutra oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adquirido un carácter desafiante. De ahí este aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, al menos, de que algo no funciona bien entre los hombres. Esta disposición hace más difíciles las discusiones que no conciernen a su trabajo. Observe, por ejemplo, encima de su cabeza, en la pared del fondo, el rectángulo vacío que marca el lugar de un cuadro descolgado. Ahí había, en efecto, un cuadro, particularmente interesante, una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estaba presente cuando el señor de la casa lo recibió y cuando lo dio. En ambos casos, lo hizo con la misma desconfianza, tras semanas rumiándolo. Sobre este punto, la sociedad ha echado a perder, hay que reconocerlo, la franca simplicidad de su naturaleza.

Sepa bien que no lo juzgo en absoluto. Valoro su desconfianza fundada y la compartiría gustoso si no me lo impidiera, como usted verá, mi naturaleza comunicativa. ¡Desgracia, soy un charlatán! Me apego fácilmente. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasiones me son propicias. Cuando vivía en Francia, no podía encontrar a un hombre de espíritu sin que entrara en sociedad con él. ¡Ah! Veo que se le atraganta este imperfecto del subjuntivo. Confieso mi debilidad por este modo, y por el buen lenguaje en general. Debilidad que me reprocho, créame. Sé bien que el gusto por la lencería fina no supone forzosamente que no se tengan los pies sucios. Lo uno no quita lo otro. El estilo, como la popelina, disimula a menudo el eczema. Me consuelo diciéndome que, a fin de cuentas, los que farfullan no son puros tampoco. Pero tomemos más ginebra.

¿Pasará mucho tiempo en Amsterdam?¿Bella ciudad, no cree?¿Fascinante? He aquí un adjetivo que hace tiempo que no comprendo. Desde que me marché de París, justamente, ya hace años de eso. Pero el corazón tiene su memoria y yo no he olvidado nada de nuestra bella capital, ni de sus avenidas. París es un verdadero trampantojo, un soberbio decorado habitado por cuatro millones de siluetas. ¿Cerca de cinco millones, en el último censo? Vamos, habrán hecho pequeñajos. No me sorprendería nada. Siempre me ha parecido que nuestros conciudadanos tienen dos furores: las ideas y la fornicación. A diestra y siniestra, por así decirlo. Guardémonos, ante todo, de condenarlos; ellos no son los únicos, toda Europa está así. A veces me imagino qué dirán de nosotros los historiadores futuros. Una frase les bastará para el hombre moderno: fornicaba y leía periódicos. Después de esta contundente definición el sujeto estará, me atrevo a decir, agotado.

¡Los holandeses, oh no, ellos son mucho menos modernos! Ellos tienen tiempo, mírelos. ¿Qué hacen? Pues bien, esos señores viven del trabajo de estas señoras. Son, ante todo, machos y féminas, criaturas considerablemente burguesas, venidas aquí, como de habitud, por mitomanía o estupidez. Por exceso o falta de imaginación, en suma. Cada cierto tiempo, estos señores juegan al cuchillo o al revolver, pero no crea que duran mucho. El rol lo exige, eso es todo, y se mueren de miedo mientras sueltan sus últimos cartuchos. Dicho esto, los encuentro más morales que los otros, los que matan a su familia, à l’usure. ¿No ha caído usted en que nuestra sociedad esta organizada para este género de liquidación? Habrá oído hablar, naturalmente, de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan en miles al bañista imprudente, lo limpian, en un instante, a pequeños bocados rápidos, y no le dejan más que un esqueleto inmaculado. Pues bien, es esta, su organización. “¿Quiere usted una vida propia?¿Como todo el mundo?” Usted dice que sí, naturalmente. ¿Cómo negarse? “De acuerdo. Lo vamos a limpiar. He aquí un trabajo, una familia, distracciones organizadas.” Y los pequeños dientes atacan la carne, hasta los huesos. Pero soy injusto. No es su organización la que hace falta describir. Se trata de la nuestra, al fin y al cabo: quién limpiará a quién.

Al fin nos traen nuestra ginebra. A su salud. Sí, el gorila ha abierto la boca para llamarme doctor. En este país, todo el mundo es doctor, o profesor. Les gusta el respeto, por bondad, y por modestia. Para ellos, al menos, la malicia no es una institución nacional. A fin de cuentas, yo no soy médico. Si le interesa saberlo, antes de venir aquí era abogado. Ahora, soy juez penitenciario.

Pero permita que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servirle. Encantado de conocerle. Está usted sin duda metido en los negocios. ¿Más o menos?¡Excelente respuesta! Juiciosa también; estamos más o menos metidos en todas las cosas. Veamos, permítame jugar al detective. Usted tiene más o menos mi edad, el ojo informado de los cuadragenarios que lo han visto más o menos todo, va usted más o menos bien vestido, es decir, como se visten en nuestra tierra, y tiene las manos lisas. ¡Por tanto, un burgués, más o menos!¡Pero un burgués refinado! Vacilar sobre los imperfectos del subjuntivo, en efecto, prueba doblemente su cultura puesto que los reconoce primero y le irritan después. En fin, le divierto a usted, cosa que, sin vanidad, supone para usted cierta apertura de espíritu. Es usted más o menos… ¿Pero qué importa? Las profesiones me interesan menos que las sectas. Permítame que le haga dos preguntas y no responda si  las juzga indiscretas. ¿Posee usted riquezas?¿Algunas? Bien. ¿Las ha compartido con los pobres? No. Es usted pues lo que yo llamo un saduceo. Si no ha frecuentado las Escrituras, reconozco que no le sonará todo esto. ¿Le suena?¿Conoce entonces las Escrituras? Decididamente, usted me interesa.

En cuanto a mí… Bien, juzgue usted mismo. Por la talla, por la espalda, y por este rostro del que me han dicho a menudo que es feroz, tendría más bien pinta de jugador de rugby, ¿no cree? Pero si se juzga por la conversación, hay que consentir cierto refinamiento. El camello/mal bicho que ha provisto a la pulga de mi abrigo padecía sin duda la sarna; en cambio, tengo las uñas hechas. Yo también estoy informado, y sin embargo, me confío a usted, sin precauciones, por su cara bonita. En fin, a pesar de mis buenas maneras y mi buen lenguaje, soy un habitual de los bares de marineros del Zeedijk. Venga, no busque más. Mi oficio es doble, ya está, como la criatura. Ya se lo he dicho, soy juez penitenciario. Una sola cosa es simple en mi caso, no poseo nada. Sí, he sido rico, no, no he compartido con los otros. ¿Qué prueba eso? Que yo también era un saduceo… ¡Oh!¿Oye usted las sirenas del puerto? Esta noche habrá niebla en el Zuyderzee.

¿Se marcha ya? Perdóneme por haberle quizá retenido. Con su permiso, usted no pagará. Usted está en mi casa en Mexico-City, me ha hecho feliz por acogerle. Estaré aquí sin duda mañana, como las demás noches, y aceptaré con reconocimiento su invitación. Su camino… Y bien... ¿Pero vería usted un inconveniente, sería lo más simple, en que le acompañe hasta el puerto? Desde aquí, contorneando el barrio judío, se encontrará esas bellas avenidas dónde desfilan tranvías cargados de flores y de músicas atronadoras. Su hotel, el Damrak, está encima de una de ellas. Después de usted, se lo ruego. Yo vivo en el barrio judío, o así se llamaba hasta que nuestros hermanos hitlerianos se instalaron. ¡Qué lavado! Setenta y cinco mil judíos deportados o asesinados, es el lavado por vaciado. ¡Admiro esta aplicación, esta metódica paciencia! Cuando no se tiene carácter, buena falta hace darse un método. Aquí, ha ido de maravilla, sin contradicción, y habito sobre el escenario de uno de uno de los mayores crímenes de la historia. Quizá es esto lo que me ayuda a comprender al gorila y su desconfianza. Puedo luchar así contra esta tendencia natural que me lleva irresistiblemente a la simpatía. Cuando veo una cabeza nueva, alguien en mí hace sonar la alarma. “Ralentice. ¡Peligro!” Incluso cuando la simpatía es más fuerte, estoy en guardia.

¿Sabe usted que en mi pequeño pueblo, en el curso de unas represalias, un oficial alemán le rogó cortésmente  a una vieja mujer que hiciera el favor de elegir cuál de sus dos hijos sería fusilado como rehén?¿Elegir, se lo imagina?¿Este? No, ese. Y verlo marchar. No insistamos, pero créame, señor, todas las sorpresas son posibles. He conocido un corazón puro que rechazaba la desconfianza. Era pacifista, libertario, amaba con un solo amor a la humanidad entera y a las bestias. Un alma de elite, sí, eso es seguro. Pues bien, durante las últimas guerras de religión en Europa, se retiró a la campiña. Escribió en el suelo de su casa: “De dónde sea que venís, entrad y sed bienvenidos.” ¿Quién, según usted, respondió a esta bella invitación? Unos milicianos, que entraron como si fuera su casa y la destriparon.

¡Oh!¡Perdón, señora! Ella no ha entendido nada al principio. ¡Toda esa gente, eh, tan tarde, y a pesar de la lluvia, que no ha cesado en días! Afortunadamente, queda la ginebra, la única luz en estas tinieblas. ¿Siente usted la luz dorada, cobriza, que le mete dentro a uno? Me gusta caminar por la ciudad, por la noche, con el calor de la ginebra. Camino noches enteras, sueño, o hablo conmigo mismo interminablemente. Como esta noche, sí, y tengo miedo de aturdirle un poco, gracias, es usted cortés. Pero es demasiado; es abrir la boca y las palabras se deslizan. Además, este país me inspira. 

domingo, 17 de mayo de 2009

The man with a movie camera - Dziga Vertov (1929)


Impresionante película de Dziga Vertov: The man with a movie camera. Una reflexión febril sobre el cine y la mirada que éste proyecta, grabada cuando el séptimo arte aún era un medio revolucionario. Película dentro de otra película, sigue los pasos del mismo Vertov, que recorre y captura el ritmo de vida en una ciudad. En las imágenes se condensa su fascinación por los fenómenos característicos del siglo XX: el trabajo mecanizado, el movimiento vertiginoso, la velocidad del tren, la moto, el tranvía, las masas sociales, el ocio en la playa, el culto al deporte y al cuerpo, el espectáculo, el entretenimiento… La mirada de Vertov aún es una mirada virgen, en cierto modo infantil, asombrada ante el sinfín de posibilidades estéticas que permite el cine. Juega como un niño a desmontar secuencias, ralentizar y acelerar las imágenes, superponerlas, fragmentar la pantalla, crear transparencias, descubriendo y explorando el potencial de la imagen manipulada. Esta –aparente– ingenuidad de la mirada ya no existe hoy en día. Análogamente, tampoco existe la curiosidad radical que ésta genera. El lenguaje visual, salvo excepciones, se ha asentado en la convención y la rutina; se ha obliterado a sí mismo, ha perdido la autoconsciencia que aún se encargaba de recordarnos Godard. Habría que proceder como Vertov: mirarnos mirando, grabarnos mientras grabamos, seguir al hombre de la cámara en su exploración cotidiana sin olvidar que, en la sala de montaje, su mujer (la de Vertov) se encarga de recortar y pegar fotogramas creadores de ilusiones.