Hace ya cuarenta años (¿cuarenta?) el hombre pisó la luna. Mejor dicho, hace cuarenta años dos hombres pisaron la luna. ¿Acaso pisaron la luna los otros (presidiarios, estadistas, vendedores ambulantes, secretarias, millonarios), aquellos que desde Malibú, Osaka, Frankfurt, Londres, Sidney, Moscú quizás, se reunían en sus casas o en las de sus amigos para ver cómo dos individuos hacían lo que –ahora sí– el hombre había deseado y tenido por imposible durante siglos? La humanidad entera se contentaba con pisar la moqueta doméstica del salón, los pies quietos y tensos presos de la gravedad terrestre, sus culos hundidos en el sofá, sorbiendo cerveza mientras en la televisión dos trajes blancos pisaban realmente la superficie lunar o más bien gravitaban a pequeños saltitos que esparcían huellas sin rumbo aparente, como las del que acaba de llegar a un sitio y da vueltas y trata de recordar qué iba a hacer allí en primer lugar.
Pero aquellos dos individuos quizá no lo fueran tanto. A través de los millones de diminutos rectángulos que multiplicaban simultáneamente su imagen en el planeta Tierra, sólo eran visibles sus perfiles hinchados, falseados por un envoltorio blanco, desprovistos de rostro, de gestos, de personalidad, con un espejo reflectante a modo de escotilla que devolvía la imagen convexa del gris lunar contra el negro espacial, interrumpido quizá por el azul acuático y lejano de la Tierra, aunque esto último es una mera sublimación del momento: las imágenes de archivo son malas, en blanco y negro, y por ello más misteriosas y fantásticas...
A buen seguro algunos fantasearon con la idea de ser el suyo el rostro invisible, oculto tras la visera ahumada. Al fin y al cabo, qué más daba de quién fuera ese rostro. Qué más daba que la cámara no capturará la sonrisa del astronauta al pisar el satélite, o su sollozo, o su indiferencia, o su pánico, eso nunca lo sabremos. Seguramente, poco habría contribuido esa imagen a la gloria de la gesta espacial. Bastaron unas palabras, un slogan, una perfecta cuña publicitaria que resumiera la epopeya: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad.” Así se les hacía saber –o creer– a los terrícolas que ellos formaban parte de aquel montaje, que a ellos les pertenecía también aquel triunfo humano, incluso a los rusos (a su pesar, posiblemente).
En este cantar de gesta el héroe verdadero no era la pareja espacial, sino la tecnología. No la valentía ni la fuerza individuales, sino la inteligencia y el empuje colectivos. Progreso. Culminación. Broche final de siglos de Historia y avance tecnológico. La bandera, eso sí: barras y estrellas, Estados Unidos de América. Los que lanzaron la bomba atómica demostraban que también sabían portarse bien con el poder tecnológico. Los millones de muertos de Hiroshima y Nagasaki contra los millones de televidentes del Apolo XI: la capacidad de la tecnología para acoger en su seno a millones de personas, haciéndolas víctimas o partícipes del espectáculo. Como un juego de muñecas rusas: el hogar, la televisión, el paisaje lunar, los trajes de astronauta, los ocupantes anónimos de esos trajes... y el famoso slogan, perfecto para la rememoración y transmisión del momento hasta la posteridad.
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