sábado, 6 de junio de 2009

Iluminadora reseña de ¡Absalón, Absalón! (traducción de Miguel Martínez-Lage) por Javier Aparicio en Letras Libres. Escribe: “recuerdan, imaginan y conjeturan [los personajes-narradores] a un mismo tiempo, generando una espiral de distintas y equívocas versiones que dificultan el establecimiento de un relato avalado por algún principio de autoridad, pero que a la vez permiten que el lector penetre en el detectivesco e inquietante microclima moral creado por Faulkner en esta obra maestra en la que relato, acción, personajes, trama y peripecia parecen destinados a desaparecer por el desaguadero del lenguaje”. Siguiendo la osada senda iniciada con El ruido y la furia, imbricando aún más la red argumental –si eso es posible–, Faulkner relega la existencia de una verdad de lo acontecido o, más claramente, se desentiende significativamente de su esclarecimiento o conocimiento por parte del lector. Se diría que Faulkner recurre a una técnica de distracción para apoyar toda la atención sobre el músculo del lenguaje (aquí el hueso, el esqueleto, es un mero pretexto). Músculo cuyo principio motor no aprehendemos totalmente, pero que a pesar de la vasta penumbra ofrece (ya consumado el pacto narrativo) resquicios de luz y cegador misterio. Y, de paso, muestra con la polifonía de voces que el lenguaje literario no conoce más verdad que la suya; cada estilo es –debe ser– al fin y al cabo coherente consigo mismo. Otra cosa es pretender que el puzzle argumental pueda ser resuelto mediante las piezas dispersas del relato de cada personaje. De ello sólo resultaría un puzzle incompleto, cuyos huecos no importa llenar si se consigue lo que muy pocos, entre ellos Faulkner: hacer que el lenguaje se gane por sus propios méritos la posición que le pertenece.

Avaricia

Eugénie Grandet, de Balzac, es una narración sobre la creciente importancia que adquirió la economía en el siglo XIX. La avaricia humana introdujo el materialismo económico en todos los ámbitos de lo social, convirtiendo a menudo en transacción a la amistad. El culto a la economía, por otro lado, se relacionaba con el culto al presente, más que patente hoy en día. La obtención del beneficio inmediato arrinconó a la espera del paraíso cristiano como recompensa a una vida virtuosa: “les avares ne croient pas à une vie à venir, le présent est tout pour eux. […] L’avenir, qui nous attendait par-delà le réquiem, a été transposé dans le présent. Arriver per fas et nefas au paradis terrestre du luxe et des jouissances vaniteuses, pétrifier son coeur et se macérer le corps en vue de possessions pasajeres, comme on souffrait jadis le martyre de la vie en vue de biens éternels, est la pensée générale”.

El avaro como impaciente, como niño mimado, como perro de Pavlov, el reverso de la reflexión y la razón… Todos estamos forzados, hoy en día,  a una mínima dosis de avaricia…

martes, 2 de junio de 2009

Originalidad y realismo en el Lazarillo de Tormes

No deja de ser significativo que dos de los clásicos más relevantes del Siglo de Oro español, el Lazarillo y el Quijote, fueran en su día obras excéntricas dentro de una tradición literaria que contribuyeron a desviar y de cuyo acervo son ahora miembros ilustres e indispensables. Así como se dice que el Quijote es la primera novela moderna, otro tanto podría aventurarse con el Lazarillo, que tuvo el mérito de “conjugar ficción y verosimilitud en una narración en prosa”, siendo éste “el arranque de la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica: la novela”[1]. En ambas narraciones se fagocita la literatura idealista hegemónica y se la parodia bajo una nueva forma original, compleja y tramposa para el lector. Ahora bien, ¿en qué aspectos del Lazarillo puede reconocerse su radical originalidad respecto de la tradición?

En primer lugar, y en un alarde de modernidad narrativa, el Lazarillo se hace pasar por lo que no es, a saber, un libro convencional. Así, en los paratextos (el epígrafe La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, el prólogo sembrado de tópicos latinos) todo parece indicar que estamos ante una narración no muy original, acorde con el horizonte de expectativas de un lector del siglo XVI. Y, sin embargo, dista mucho de ser lo que anuncia inicialmente[2]; inaugura una veda narrativa novedosa y, por ende, confusa para el lector, al cual ya no le servían las referencias comunes, pues el Lazarillo “había de proponer los términos de acuerdo con los cuales ser descifrado”[3]. Las nuevas reglas de juego que establecía el Lazarillo deben hallarse en sus principales rasgos técnicos. Estos son: un narrador en primera persona, autodiegético, la estructura en sarta de los hechos narrados, el formato epistolar con “Vuestra Merced” como narratario, y la omisión de la autoría, que da lugar a un libro apócrifo, falsamente atribuido al propio Lázaro. Todo ello, al servicio de una biografía, de un bildungsroman ordenado y dispuesto cronológicamente: “y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parescióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona”[4]. Pero la biografía en cuestión no trata de las hazañas y victorias de un Amadís, sino de las vivencias de un pobre vagabundo bajo sucesivos dueños hasta su matrimonio con una barragana (el “caso”, según la mayoría de los críticos) y su establecimiento como pregonero en Toledo.

Y así es que el Lazarillo deviene una obra radicalmente original por su realismo. Un realismo que no corresponde al omnisciente de las novelas decimonónicas. En este caso, el realismo es indisociable de la complejidad técnica de la narración, del uso mismo del lenguaje, tal y como señala Francisco Rico en la introducción a su edición del Lazarillo:

el realismo primordial atañe menos a los temas que a la enunciación de los temas, a la materia menos que a la forma: lo que básicamente se presenta como si fuera real es el acto de lenguaje, el hecho de que el pregonero escriba una carta a un determinado corresponsal (“Vuestra Merced…”); y el contenido ‘realista’ de tal discurso tiene sólo una importancia relativa, de segundo grado.[5]

Por consiguiente, el realismo de marras no es más que el éxito resultante de una serie de estrategias narrativas, de un discurso cuyo fin es hacer verosímil –es decir, creíble como real– el relato de Lázaro. La voz de Lázaro es lo que de veras importa, de ella depende la persuasión del lector. De ahí que él mismo sea el personaje con más profundidad psicológica de la novela, sin ser meramente un arquetipo folklórico, como lo es el ciego. El Lázaro adulto que se retrotrae a sus orígenes para narrar el hilo de su vida ha recibido palos, ha adquirido experiencia, ha aprendido a vivir. En definitiva, ha evolucionado como cualquier persona de carne y hueso:

El héroe del relato épico era, hasta entonces, un personaje no modificado ni moldeado por sus propias aventuras; son precisamente las dotes y rasgos connaturales al héroe los que imprimirán su tonalidad a dichas aventuras. En el Lazarillo, por el contrario, el protagonista es resultado y no causa; no pasa, simplemente, de una dificultad a otra, sino que va arrastrando las experiencias adquiridas; el niño que recibe el coscorrón en Salamanca, no es ya el mismo que lanza al ciego contra el poste en Escalona […][6]

La autobiografía simulada recrea con tal habilidad el punto de vista de Lázaro que éste adquiere a nuestros ojos entidad real, siendo dueño y señor del relato de su vida: “la novela debía ser fiel por entero a la ilusión autobiográfica, el mundo sólo tenía cabida en sus páginas a través de los sentidos de Lázaro y Lazarillo”[7]. No olvidemos, por ejemplo, que las cartas que supuestamente escribe Lázaro funcionan a modo de enmienda y justificación de “el caso”; pretenden, en última instancia, influir sobre la realidad, o sobre su percepción de la misma por parte de “Vuestra Merced”.

Qué duda cabe de que, afinando el olfato, salen a relucir numerosas sospechas que imposibilitan la existencia de un Lázaro autor del texto que tenemos entre manos: la ya citada incoherencia del estilo del prólogo con el origen del pícaro, la soberbia estructuración literaria del relato, los juegos de palabras, la exagerada paremiología, la demora en detalles y escenas que más buscan el entretenimiento que el esclarecimiento del caso… A pesar de lo cual el realismo o, como dice Rico, la “presunción de historicidad”[8] del Lazarillo no mengua ni un ápice. Porque el anónimo autor fue consciente en todo momento de que se lo jugaba todo a una carta: la del punto de vista. Una carta, por lo visto, muy bien jugada, puesto que la vida de Lázaro cobra ante el lector una textura inmediata y palpable, por ejemplo, en el manejo magistral del tiempo narrativo, que se dilata o contrae en función de cómo lo siente o recuerda Lázaro. Véase sino la narración del primer día que pasa con el escudero, en la que presenciamos la transición desde la ingenuidad del chico hasta su desengaño, cuando su nuevo dueño hidalgo le informa de que “el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien”[9]. Durante este proceso, señala Rico,

el lector ha acompañado al protagonista en la inocencia de la mirada, se ha engañado como él y como él se ha sorprendido al comprender el alcance de todos y cada uno de los factores de la escena.[10]

Es así cómo el Lazarillo consigue lo que la novela idealista no: confundir y apelar directamente al lector, hacerle dudar acerca de lo que tiene enfrente. Más allá de su responsabilidad en la aparición del nuevo género picaresco (que evolucionaría hasta el sofisticado Buscón de Quevedo), al Lazarillo hay que atribuirle la originalidad de dejar al descubierto, como pocos antes, la difícil y quebradiza cuerda que une ficción y realidad, verdad y mentira, historia y discurso, una cuerda sólo apta para un lector funambulista: crítico, vigilante, inteligente y plenamente moderno, tal y como certificaría medio siglo después Cervantes con su Quijote.



[1] Francisco Rico, «El Lazarillo y la suplantación de la realidad», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), Historia y crítica de la literatura española. Siglos de Oro: Renacimiento (vol. I), Barcelona, Crítica, 1991, p. 178.

[2] Porque era imposible que alguien de la categoría de Lázaro supiera escribir, ni mucho menos que tuviera veleidades literarias y conociera al dedillo la cultura clásica, por lo que era también imposible que el que dice ser el narrador del Lazarillo fuera a su vez el autor.

[3] Francisco Rico, op. Cit., p. 176.

[4] Víctor García de la Concha (ed.), Lazarillo de Tormes, Madrid, Austral, 2007, pp. 62-63.

[5] Francisco Rico (ed.), Lazarillo de Tormes, Madrid, Cátedra, 1992, p. 79.

[6] Fernando Lázaro Carreter, «Lázaro y el ciego: del folklore a la novela», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), Historia y crítica de la literatura española. Siglos de Oro: Renacimiento (vol. II), Barcelona, Crítica, 1991, p. 363.

[7] Francisco Rico, «Lázaro y el escudero: técnica narrativa y visión del mundo», en Francisco Rico y Francisco López Estrada (eds.), op. Cit., p. 370.

[8] Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), op.Cit., p.175.

[9] Víctor García de la Concha (ed.), op. Cit., p.104.

[10] Francisco Rico y Francisco López Estrada (dirs.), op. Cit.,  p. 371.